El libro que presentamos hoy contiene (ésa es, al menos, mi impresión de lector), una descripción, o quizá más exactamente una vivencia, del tránsito a la madurez. Se expone en él el hundimiento de una serie de certezas en las que el protagonista de los poemas creía en otro tiempo, o a las que al menos se aferraba, y que revelan ahora su inconsistencia, cuando no su revés de dolor o de vacío. Parece escrito por alguien que se descubre instalado en esa desolación, y vuelve la vista atrás para preguntarse cómo ha llegado a ella, y cómo es posible vivir, o sobrevivir al menos, a partir de lo que ella le ofrece.
Así, las dos primeras partes de las cinco en que el libro se divide, tituladas respectivamente "Razón de la palabra" y "El beso que te nombra", pasan revista a las dos únicas certezas que, de algún modo, parecen mantenerse todavía en pie: la creación poética y el sentimiento amoroso. Pero incluso aquí tenemos, no la mirada gozosa del descubridor, sino la actitud amarga del superviviente. Leemos, por ejemplo: "El tiempo asola la memoria" (en la primera parte), o "He aprendido / que es tropezar la vida" (en la segunda).
A partir de ahí, la tercera parte revela ya en su título ("Oro en las ruinas") la voluntad de difícil búsqueda de lo que todavía pueda servir para seguir adelante. Se nos dice, por ejemplo, "has aprendido a sobrevivir / entre la luz de los escombros"; pero también encontramos una declaración tan dura como "pero ya nada te emociona", que es el verso que cierra un poema titulado "Luz de primavera". Es decir, se intenta reconocer lo que la realidad pueda todavía tener, para el personaje poético, de rico y de satisfactorio; pero, al mismo tiempo, se deja constancia de que incluso eso es algo que forma parte de aquellos "escombros", algo con lo que habrá que aprender a crear una nueva relación, ya que en la forma en que actualmente aparece ("ya nada te emociona", recuérdese) se presenta como algo separado de la vida de quien habla en el poema, e incluso esencialmente ajeno a ella. "De haber sabido que la vida era esto", se nos dice también; o sea, entiendo, se reconoce que, desde la situación presente de la voz poética, lo que anteriormente se creyó tener no es sólo que ya no sirva, sino que la actual y dura lucidez advierte que hasta entonces, y en cierto modo, se vivió en un engaño. No es, por tanto, que la vida exterior siga igual y que tan sólo uno mismo haya cambiado, sino que ha venido a revelarse que aquellas antiguas certezas de algún modo eran falsas, y que, habiendo profundizado más, es preciso buscar, efectivamente, una nueva relación con ellas.
Las dos partes siguientes, "El tránsito de la llama" y "Galería de olvidos", nos muestran con evidencia que el propósito no es simplemente el de la queja estéril, sino el de la búsqueda efectiva de una respuesta; constatada la situación de "ruina" de las viejas creencias, se trata ahora de no quedarse ahí, de intentar averiguar cómo vivir, a partir de ella. Se nos habla por ejemplo, en "El tránsito...", de "la resurrección de los vivos", en un poema expresivamente titulado "Escalofrío". Es decir, esas viejas certezas -a fin de cuentas, la materia misma del vivir- no son algo con respecto a lo cual baste la queja o el simple abandono, sin más: siguen ahí, vivas y operantes, y hay por tanto que contar con ellas, pero vuelven ahora como un remordimiento o un reproche, provocando con ello ese "escalofrío" y exigiendo ser afrontadas; constituyen de algún modo una pregunta que exige respuesta. "Cómo duele ese aguijón. / Pero tal vez / bastara una llamada". Vemos, por tanto, que no se trata simplemente, como ya decíamos, de lamentar la pérdida, aunque la voz poética sea plenamente consciente de ella y del dolor que provoca, sino de explorar, aunque sea a costa del sufrimiento, dónde puede encontrarse esa respuesta; de ver, dándole la vuelta, esa insatisfacción como un posible punto de partida, una "llamada" a buscar un camino, un modo de acceder a las posibilidades que esa misma situación sin embargo plantea, y de reconocerlas y hacerlas propias. De ahí la valerosa afirmación (en el poema titulado "Luz") de que "la voz que ilumina nuestras noches / es tan sólida como el alba": también, pues, esa "noche" es, debe serlo, un lugar donde buscar dicha respuesta, donde hallar por tanto un modo de vivir. En el "Epílogo" que cierra el libro se habla, reafirmando de algún modo este planteamiento, de la voluntad de "encontrar el aliento necesario" para seguir adelante.
Vemos, en consecuencia, que el sentido final del libro es, desde la constatación lúcida de esa situación de pérdida y de vacío, el intento de búsqueda de un modo de salir de ellos, y de una nueva identidad que responda, a través de un proceso de maduración personal, a las exigencias igualmente nuevas que dicha lucidez plantea. Pienso que éste es el sentido que cabe atribuir al título del libro mismo, "Rituales de identidad", ya que en el fondo esta situación, y el intento de responder efectivamente a ella, conllevan inevitablemente la pregunta acerca de qué es lo que verdaderamente somos. Y esa difícil pregunta no se rehuye aquí, ni se la esquiva mediante la simple lamentación por lo que un día fuimos, sino que se la afronta, como ya señalábamos, con valentía, y se intenta realmente buscar una respuesta, ya que la misma posibilidad de una vida verdaderamente humana y lúcida, una vida que mire cara a cara a la realidad tal como es, y no la disfrace con sueños o la esquive con vaguedades o con quejas inútiles, está comprometida en ella.
Pienso, en resumen, que este libro no es una mera colección de palabras más o menos afortunadas o hermosas, sino una indagación seria y honda en lo que la vida realmente es, ante una mirada adulta que no puede disimularse a sí misma las dificultades y las carencias del vivir; en otras palabras, un intento de afrontar y asumir seriamente, como ya indicábamos al principio de esta nota, los retos de la madurez.
José Cereijo
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