domingo, 30 de noviembre de 2008

Cálamo-ACTUR

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El Martes 2 de diciembre en tu librería
Cálamo-ACTUR, María Montessori 5

A las 20h30:

I ciclo de Escritores del ACTUR y Casco Viejo
Continuamos nuestros encuentros mensuales con el escritor Ricardo Fernández Moyano que vendrá a presentarnos su obra acompañado del dulce sonido de su guitarrista...
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viernes, 21 de noviembre de 2008

CARTA APÓCRIFA A GOYA

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Querido maestro:

En mi reciente viaje a Europa tuve la ocasión de visitar el Museo del Prado. Allí pude contemplar por primera vez sus pinturas en vivo. Aunque ya las conocía me causaron una gran impresión, sobre todo aquellas que han tenido una especial vinculación con mi vida.

Desde niño me sentí atraído con fuerza por su pintura, tan cercana, fresca y espontánea. “La vendimia” dejó en mi retina el impacto del colorido de su paleta. Había en casa de mis padres una reproducción en el salón, una mala copia por supuesto, telón de fondo de las reuniones familiares. Me llamaba la atención ese niño, con el que me sentía muy identificado, que en vano intenta alcanzar unas uvas, mientras los adultos conversaban entre ellos sin prestarle atención. No sé porqué, pero siempre imaginé que usted se había retratado en el cuadro y era ese niño que pide uvas, se pone de puntillas para intentarlo reclamando la atención de sus mayores. Yo también he vivido la necesidad del afecto de los adultos siempre ocupados en cosas más importantes, como leer el periódico o enfrascarse en las noticias. Echaba en falta una participación más activa en mis juegos y se interesaran por mis sueños infantiles. Pasaron los años, aparecieron los primeros problemas y eché de menos la atención que reclamaba de puntillas como usted, me sentí agobiado por mi “sordera”, refugiándome en un mundo interior lleno de fantasías que suplieran esa falta de dedicación. Ese niño, con los brazos abiertos al cielo, no sólo pide uvas, sino también afecto, cariño y ternura.

El siguiente cuadro suyo que conocí, fue “La gallina ciega”, lo descubrí en casa de un amigo del colegio, donde solía ir a jugar muchas tardes, los personajes son adultos pero para mí es una referencia obligada a mi infancia, y por otra parte porque en juegos como éste o parecidos, tal vez por mi carácter tímido y apocado, siempre me tocaba hacer de gallina y los niños, con una crueldad casi salvaje, se ponían de acuerdo para que fuera siempre yo el que perdiera y me pasaba todo el recreo dando vueltas, con los ojos vendados tratando de adivinar la voz del que a duras penas conseguía agarrar y ellos se reían estrepitosamente, burlándose y divirtiéndose a mi costa. No son por lo tanto recuerdos agradables los que me traen a la memoria este cuadro, pues mi infancia no fue precisamente lo que se llama una infancia feliz. Así crecí envuelto en un mundo de sueños inventando una realidad futura feliz y maravillosa, donde el amor, el diálogo y la comprensión entre las personas era posible y las gentes no se dedicaban a humillarse unas a otras sino a llevar una vida lo más solidaria posible. Y mientras así soñaba a mi alrededor sólo oía risotadas yendo de uno a otro como un pelele, como ocurre en su cuadro del mismo título, sólo que en mi vida el pelele era yo, sobre todo cuando comencé a sentirme marginado por el color de mi piel. Una tarde, de regreso a casa, me encontré con un grupo de niños blancos que me rodearon y me trataron como un animal: “Los negros no tienen alma” –me decían- y agarrándome por mis negros rizos se burlaban: “Esto no es pelo, es alambre”.

Más adelante, cuando tuve que estudiar Historia del Arte en el colegio, nos hablaron de sus cuadros más famosos entre los que destacaban “Las dos majas”, aunque en realidad sólo nos permitieron ver a “La vestida”. A “La desnuda”, debido a la represión sexual de la época sólo nos la pudimos imaginar o verla clandestinamente en alguna Enciclopedia de Arte, en la Biblioteca Pública, respirando la frescura, libertad y naturalidad que se refleja en este lienzo. Incluso recuerdo que fue prohibida más tarde en una edición de sellos con sus cuadros.

Sin embargo yo me sentía atraído por cuadros más sencillos como “El ciego de la guitarra” o “Albañil herido”, llegaban a emocionarme por su gran humanidad, que despertaba, ya a mis pocos años, sentimientos de rebeldía ante la desgracia.

Pero había dos cuadros que me parecíeron especialmente escalofriantes, uno era “Duelo a garrotazos” y el otro “Los fusilamientos del 3 de Mayo”, los dos reflejan la dureza del corazón humano que puede conducir a dos hombres a destrozarse el cráneo a garrotazos o a fusilar a unos sencillos campesinos sólo por la prepotencia de sentirse dominadores del mundo. Esos hombres y mujeres a punto de ser exterminados a la luz de un farol, desafiando a pecho descubierto a la muerte, a una muerte cruel e injusta como todas las muertes violentas, eran para mí un desafío a ser tolerante, comprensivo y solidario aunque muchas veces me tomaran por tonto o ingenuo. ¡Qué terrible espectáculo tuvieron que contemplar sus ojos en aquellos días de angustia! Ojalá aquellas hubieran sido las últimas crueldades cometidas por el hombre contra el hombre, pero por desgracia, no hemos aprendido todavía que la guerra, la violencia no conduce a nada, sólo a la destrucción y a la muerte de los pueblos.

Desde hace algún tiempo yo también estoy implicado en esa lucha por un mundo de igualdad y sin violencia. Cuando leí por primera vez las enseñanzas de Ghandi comprendí cuál era mi camino.

¿Cuándo aprenderá la humanidad a vivir en paz, a construir, dialogar, sin recelar nunca del otro y pensar en él más como un enemigo, como un hermano?

Usted no lo vio, yo probablemente tampoco, pero estoy seguro que llegará el día en que todo hombre y mujer descubran que vivir en paz es posible, que sólo en la convivencia fraterna y en la solidaridad de los pueblos reside el sentido de la vida y ese día habrá empezado el futuro.

Con un fuerte abrazo se despide


Martin Luther King



De El Círculo de los nombres


sábado, 15 de noviembre de 2008

POEMA VIII

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RELOJ DE ARENA

Atraviesa la calle
con el semáforo del tiempo en ámbar
y el alma sembrada de espinas,
esquirlas de viento en la piel.
Escucha las horas del eco
en un desierto de flores,
mientras una nube negra
amenaza la calma.
De nada sirven las excusas
ante la pasión de la noche.
La cicatriz de otras luchas
delata la pátina del aliento.
Ahora le atormenta sólo esa flecha
en el reloj de arena
donde espera regrese la cordura.
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lunes, 10 de noviembre de 2008

El pez dorado

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El pez dorado (fragmento)


Jean Marie Gustave Le Clezio, Premio Nobel de Literatura 2008.


Cuando tenía seis o siete años, me raptaron. En realidad no me acuerdo muy bien de cómo fue, porque era demasiado pequeña y todo lo que he vivido después ha borrado ese recuerdo. Es más bien como un sueño, como una pesadilla lejana, terrible, que se me repite algunas noches y me deja alterada durante todo el día. Hay una calle blanca por el resplandor del sol, polvorienta y vacía, el cielo azul, el grito desgarrador de un pájaro negro y, de pronto, unas manos de hombre me arrojan al fondo de un gran saco y me ahogo. Lalla Asma fue quien me compró. Por eso no sé cuál es mi verdadero nombre, el que mi madre me puso al nacer, tampoco el de mi padre ni el del lugar donde nací. Lo único que sé es lo que me contó Lalla Asma: que llegué a su casa una noche y que por eso me llamó Laila, la Noche. Soy del sur, de muy lejos, tal vez de un pueblo que ya no exista. Antes de eso no recuerdo nada, sólo esa calle polvorienta, el pájaro negro y el saco. Después me quedé sorda de un oído. Fue mientras jugaba en la calle, delante de casa: una camioneta me dio un golpe y me rompió un hueso del oído izquierdo. Me daba miedo la oscuridad, la noche. Recuerdo que algunas veces me despertaba y sentía que el miedo se deslizaba dentro de mí como una serpiente fría. Ni siquiera me atrevía a respirar. Entonces me metía en la cama de mi señora y me acurrucaba contra su espalda, para no ver ni oír nada. Estoy segura de que Lalla Asma se despertaba, pero no me echó de su lado ni una sola vez; por eso para mí era como si fuera mi abuela. Durante mucho tiempo me dio miedo la calle. No me atrevía a salir del patio. Ni siquiera quería cruzar la gran puerta azul que daba a la calle, y, si trataban de sacarme afuera, gritaba y lloraba agarrándome a las paredes o corríaa esconderme debajo de un mueble. Tenía unas migrañas terribles: la luz del cielo me desollaba los ojos y se me metía hasta dentro. Incluso los ruidos de fuera me daban miedo. Me echabaa temblar cada vez que, en el barrio judío, el Mellah, oía un rumor de pasos en la callejuela, o una voz fuerte de hombre al otro lado de la pared. Pero me gustaban mucho los gritos de los pájaros al amanecer y los chirridos de los vencejos en primavera volando al ras de los tejados. En esta zona de la ciudad no hay cuervos, sólo palomos y palomas. Y a veces, en primavera, algunas cigüeñas de paso que seposan encima de una tapia y hacen tabletear su pico. Durante años no conocí otra cosa que el pequeño patiode la casa y la voz de Lalla Asma gritando mi nombre: «¡Laila!». Como he dicho antes, no sé cuál es mi verdaderonombre, pero me he acostumbrado al que mepuso mi señora, como si fuera el que mi madre eligió paramí. Pero también pienso que algún día alguien me llamará por mi verdadero nombre y que entonces me estremeceré y lo reconoceré. Lalla Asma tampoco era el verdadero nombre de mi señora. Se llamaba Azzema y era judía española. Cuando estalló la guerra entre los judíos y los árabes, en el otro extremo del mundo, fue la única que no abandonó el Mellah. Se encerró detrás de la gran puerta azul y renunció a salir hasta que una noche llegué yo y todo cambió en su vida.Yo la llamaba unas veces «señora» y otras «abuela», porque ella fue quien me enseñó a leer y a escribir en francés y en español, me inició en el cálculo y la geometría y me transmitió las bases de la religión —de la suya, en la que Dios no tiene nombre, y de la mía, en la que se llama Alá—. Me leía pasajes de sus libros sagrados y me enseñaba todo lo que no había que hacer, como soplar sobre lo que uno va a comer, poner el pan al revés olimpiarse las partes íntimas con la mano derecha. Me decía que había que decir siempre la verdad y lavarse todos los días de pies a cabeza. A cambio, yo trabajaba para ella de la mañana a la noche en el patio, barriendo, cortando leña para el brasero o haciendo la colada. Me gustaba mucho subir a la azotea a tender la ropa: desde allí veía la calle, las azoteas de las casas vecinas, la gente que pasaba, los coches, e incluso, entre pared y pared, un trozo del gran río azul. Desde allí arriba los ruidos me resultaban menos terribles. Me parecía estar fuera del alcance de todos. Cuando me quedaba demasiado tiempo en la azotea, Lalla Asma gritaba mi nombre desde la gran habitación llena de almohadones de cuero en la que permanecía todo el día. Me daba un libro para que leyera o bien me hacía dictados y me preguntaba cosas de las lecciones anteriores. Como recompensa, me dejaba quedarme con ella en la sala y me ponía los discos de sus cantantes preferidos: Um Kalsum, Said Darwich, Hbiba Misika, y sobretodo Fayruz, con su voz grave y ronca, y la hermosa Fayruz Al Halabiyya, que canta Ya Kudsu, y, cada vez que oía el nombre de Jerusalén, Lalla Asma se echaba a llorar. Una vez al día, la gran puerta azul se abría y entraba una mujer morena y flaca que se llamaba Zohra y no tenía hijos. Era la nuera de Lalla Asma, que venía a cocinar un poco para su suegra y sobre todo a inspeccionar la casa. Lalla Asma decía que la inspeccionaba como si fuera un bien que heredaría algún día. El hijo de Lalla Asma, Abel, venía con mucha menos frecuencia. Era un hombre alto y fuerte y siempre iba vestido con un elegante traje gris. Era rico, dirigía una empresa de obras públicas, trabajaba incluso en el extranjero, en España y en Francia. Pero, por lo que contaba Lalla Asma, su mujer le obligaba a vivir con sus suegros, una gente insoportable y vanidosa que prefería la ciudad nueva, en la otra orilla del río. Siempre desconfié de él. Cuando era pequeña, me escondía detrás de las cortinas en cuanto lo veía llegar. Él se reía y decía: —¡Qué salvaje! Cuando me hice mayor, todavía me daba más miedo. Tenía una forma muy especial de mirarme, como si fuera un objeto que le perteneciera. Zohra también me daba miedo, pero de otra manera. Un día, al ver que no había barrido el polvo del patio, me pellizcó hasta hacerme sangre. —¡Pordiosera, huérfana, ni siquiera sirves para barrer! —¡No soy ninguna huérfana —grité—, Lalla Asma es miabuela! Se burló de mí, pero no se atrevió a perseguirme. Lalla Asma siempre se ponía de mi parte. Pero estaba vieja y cansada. Tenía las piernas enormes y llenas de varices. Cuando estaba fatigada o se quejaba y yo le preguntaba: «¿Está usted enferma, abuela?», me hacía mantenerme muy recta delante de ella y, mientras me miraba, repetía un proverbio árabe que le gustaba mucho y que pronunciaba de una forma un poco solemne, como si tratara de traducirlo lo mejor posible al francés: —La salud es una corona que llevan en la cabeza las personas sanas y que sólo ven los enfermos. Ahora ya casi no me obligaba a leer ni a estudiar, ya no se le ocurrían ideas para los dictados. Se pasaba casi todo el día en la sala vacía viendo la televisión, o bien me pedía que le trajera su cofre de joyas y sus cubiertos de plata. Una vez me enseñó un par de pendientes de oro y me dijo: —Mira, Laila, estos pendientes serán para ti cuando yo me muera. Y me los puso en los agujeros de las orejas. Eran unos pendientes viejos y desgastados en forma de media luna. Y cuando Lalla Asma me dijo que se llamaban Hilal, me pareció oír mi nombre, me imaginé que eran los pendientes que yo llevaba cuando había llegado al Mellah. —Te sientan muy bien. Te pareces a Balkis, la reina de Saba. Puse los pendientes en su mano y, tras cerrársela, se la besé. —Gracias, abuela. Es usted muy buena conmigo. —Vamos, vamos —me dijo con aspereza—, que todavía no me he muerto. Yo no conocí al marido de Lalla Asma, sólo sabía de él por una foto que ella conservaba encima de una cómoda de la sala, junto a un despertador parado. Tenía un aspecto muy severo e iba vestido de negro. Era abogado y poseía mucho dinero, pero era muy infiel y, cuando se murió, lo único que le dejó a su mujer fue la casa del Mellah y un poco de dinero en el notario. Cuando llegué a la casa, él todavía vivía, pero no le recuerdo, porque era demasiado pequeña. Yo tenía motivos para desconfiar de Abel. Un día, cuando yo contaba once o doce años, Zohra, cosa rara, llevó a su suegra a que la viera un médico o a hacer unas compras, no recuerdo bien. Abel entró en la casa sin que yo me diera cuenta; debió de buscarme primero dentro; al final me encontró en el cuartito del fondo del patio, donde estaban las letrinas y el lavadero. Era tan alto y tan fuerte que ocupaba toda la puerta y no pude escaparme. En cualquier caso estaba tan aterrorizada que era incapaz de moverme. Se me acercó y empezó a hacer unos gestos nerviosos, brutales. Tal vez me hablara, pero yo había vuelto la cabeza del lado del oído izquierdo para no oírle. Era alto y ancho de hombros, y su frente desnuda brillaba a la luz. Se arrodilló delante de mí y empezó a palparme la ropa y a tocarme los muslos y el sexo con sus manos endurecidas por el cemento. Eran como dos animales fríos y secos que se hubieran escondido debajo de mi ropa. Tenía tanto miedo, que oía el corazón latirme en la garganta. De pronto volví a revivirlo todo: la calle blanca, el saco, los golpes en la cabeza. Y luego unas manos que me tocaban, que se apoyaban en mi vientre, que me hacían daño. No sé cómo lo hice, creo que me oriné de miedo, como una perra, entonces me quitó las manos de encima y se apartó de mí, y yo conseguí deslizarme igual que un animal por detrás de él, atravesé el patio gritando y me encerré en el cuarto de baño, porque era el único sitio que se cerraba con llave. Esperé con el corazón latiéndome desbocado y el oído bueno pegado a la puerta.

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martes, 4 de noviembre de 2008

Arturo Pérez-Reverte

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Artículo premonitorio del escritor y periodista cartagenero Arturo Pérez-Reverte, publicado en "El Semanal" el 15 de noviembre de 1998, y que ahora, diez años después, se revela como una auténtica profecía.

Usted no lo sabe, pero depende de ellos. Usted no los conoce ni se los cruzará en su vida, pero esos hijos de la gran puta tienen en las manos, en la agenda electrónica, en la tecla intro del computador, su futuro y el de sus hijos. Usted no sabe qué cara tienen, pero son ellos quienes lo van a mandar al paro en nombre de un tres punto siete, o de un índice de probabilidad del cero coma cero cuatro.


Usted no tiene nada que ver con esos fulanos porque es empleado de una ferretería o cajera de Pryca, y ellos estudiaron en Harvard e hicieron un máster en Tokio -o al revés-, van por las mañanas a la Bolsa de Madrid o a la de Wall Street, y dicen en inglés cosas como long-term capital management, y hablan de fondos de alto riesgo, de acuerdos multilaterales de inversión y de neoliberalismo económico salvaje, como quien comenta el partido del domingo.
Usted no los conoce ni en pintura, pero esos conductores suicidas que circulan a doscientos por hora en un furgón cargado de dinero van a atropellarlo el día menos pensado, y ni siquiera le quedará a usted el consuelo de ir en la silla de ruedas con una recortada a volarles los huevos, porque no tienen rostro público, pese a ser reputados analistas, tiburones de las finanzas, prestigiosos expertos en el dinero de otros. Tan expertos que siempre terminan por hacerlo suyo; porque siempre ganan ellos, cuando ganan, y nunca pierden ellos, cuando pierden.
No crean riqueza, sino que especulan. Lanzan al mundo combinaciones fastuosas de economía financiera que nada tiene que ver con la economía productiva. Alzan castillos de naipes y los garantizan con espejismos y con humo, y los poderosos de la tierra pierden el culo por darles coba y subirse al carro.
Esto no puede fallar, dicen. Aquí nadie va a perder; el riesgo es mínimo. Los avalan premios Nóbel de Economía, periodistas financieros de prestigio, grupos internacionales con siglas de reconocida solvencia. Y entonces el presidente del banco transeuropeo tal, y el presidente de la unión de bancos helvéticos, y el capitoste del banco latinoamericano, y el consorcio euroasiático y la madre que los parió a todos, se embarcan con alegría en la aventura, meten viruta por un tubo, y luego se sientan a esperar ese pelotazo que los va a forrar aún más a todos ellos y a sus representados.
Y en cuanto sale bien la primera operación ya están arriesgando más en la segunda, que el chollo es el chollo, e intereses de un tropecientos por ciento no se encuentran todos los días.
Y aunque ese espejismo especulador nada tiene que ver con la economía real, con la vida de cada día de la gente en la calle, todo es euforia, y palmaditas en la espalda, y hasta entidades bancarias oficiales comprometen sus reservas de divisas. Y esto, señores, es Jauja.
Y de pronto resulta que no. De pronto resulta que el invento tenía sus fallos, y que lo de alto riesgo no era una frase sino exactamente eso: alto riesgo de verdad. Y entonces todo el tinglado se va a tomar por el saco. Y esos fondos especiales, peligrosos, que cada vez tienen más peso en la economía mundial, muestran su lado negro. Y entonces -¡oh, prodigio!- mientras que los beneficios eran para los tiburones que controlaban el cotarro y para los que especulaban con dinero de otros, resulta que las pérdidas, no.
Las pérdidas, el mordisco financiero, el pago de los errores de esos pijolandios que juegan con la economía internacional como si jugaran al Monopoly, recaen directamente sobre las espaldas de todos nosotros. Entonces resulta que mientras el beneficio era privado, los errores son colectivos y las pérdidas hay que socializarlas, acudiendo con medidas de emergencia y con fondos de salvación para evitar efectos dominó y chichis de la Bernarda.
Y esa solidaridad, imprescindible para salvar la estabilidad mundial, la pagan con su pellejo, con sus ahorros, y a veces con sus puestos de trabajo, Mariano Pérez Sánchez, de profesión empleado de comercio, y los millones de infelices Marianos que a lo largo y ancho del mundo se levantan cada día a las seis de la mañana para ganarse la vida.
Eso es lo que viene, me temo. Nadie perdonará un duro de la deuda externa de países pobres, pero nunca faltarán fondos para tapar agujeros de especuladores y canallas que juegan a la ruleta rusa en cabeza ajena.
Así que podemos ir amarrándonos los machos. Ése es el panorama que los amos de la economía mundial nos deparan, con el cuento de tanto neoliberalismo económico y tanta mierda, de tanta especulación y de tanta poca vergüenza.