lunes, 30 de marzo de 2009

El último farero

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Faro de Cabo de Palos

A Fernando Sarría, el amante de los faros

El mar rugía con fiereza, sacudía las olas contra las negras rocas del acantilado y la resaca las inundaba de una espuma blanca y brillante. El faro se elevaba majestuoso sobre el promontorio como un vigilante que desde antiguo llevara a los barcos a buen puerto. Matías, el farero, sentado en su mecedora se balanceaba suavemente con su humeante pipa en la boca y la mirada fija en el mar, su única compañía durante años. Heredó la profesión de sus antepasados. Su padre fue el anterior farero y él sucedió a su abuelo. De niño le contaba que desde tiempo inmemorial se habían encargado de cuidar el viejo faro, evitando que las naves perdieran su rumbo y pudieran estrellarse contra la rocalla durante una noche oscura o en medio de alguna tormenta. Le decía con orgullo que nunca había ocurrido ninguna desgracia de importancia y casi todos los barcos llegaron a buen puerto.

Sin embargo, en los ojos del viejo farero había un cierto destello de tristeza, una oculta melancolía fiel reflejo del desasosiego que últimamente anegaba su corazón. Desde que recibió la noticia no podía dejar de pensar qué iba a ser de su vida a partir de entonces; después de tantos años dedicado a una profesión tan gratificante, aunque dura. Debido a las reformas que se iban a llevar a cabo en el faro, como ya había ocurrido con otros, sus superiores le comunicaron la decisión que había tomado el Alto Mando de conectar el sistema de control a una Central Informática, por lo que en breve iban a tener que prescindir de sus servicios. Sentía un gran recelo de las nuevas tecnologías que dentro de unos meses iban a dirigir el mecanismo del faro, haciendo ya innecesario su trabajo.

Se quedó pensativo y dolido, tal vez era ésta la mayor dificultad a la que iba a enfrentase en todos estos años. Después de toda una vida dedicada con meticuloso afán a su trabajo, era desplazado por la alta tecnología. Aún no acababa de comprender cómo una máquina, por muy perfecta que fuera, podría evitar el naufragio de un pesquero o salvar de morir ahogados a los tripulantes.

Desde entonces se pasaba las noches en vela. Como estaba acostumbrado a cuidar del faro, se subía a la linterna para observar como siempre su correcto funcionamiento y vigilar con su máxima atención el mar.

Le costó mucho acostumbrarse a la idea de que aquel ya no era su trabajo y pensaba que pronto incluso tendría que abandonar aquel lugar, aunque a ese respecto, el C.I.M. (Centro Informático Marítimo), en un generoso gesto de humanidad, le dejó vivir allí hasta que quisiera.

Su vida cambió por completo. Se dedicó a observar con detalle el entorno que desde niño había sido su vida y la de los que le precedieron. Apartó por unos momentos sus ojos del mar y los posó sobre los acantilados, descubriendo lugares que hasta ahora le habían pasado inadvertidos.

Una noche oyó un ruido atronador en la maquinaria del faro. Subió aprisa las escaleras para desentrañar la causa de aquel estruendo. El faro parecía haberse vuelto loco girando a una velocidad vertiginosa. Rápidamente llamó al C.I.M. y desde allí trataron de calmarlo:

- No se preocupe, Matías, ya nos hemos dado cuenta. Ha habido un fallo en el “software”, ocurre con frecuencia. Hasta que no se acople totalmente el programa pueden suceder algunos imprevistos. Tranquilo que enseguida estará arreglado.

Colgó malhumorado el teléfono, pero efectivamente al poco rato el faro volvió a funcionar con normalidad, aunque él no se quedó satisfecho del todo y cada noche volvía a subir a la torreta por si volvía a estropearse. Una de esas noches, en sus inspecciones de rutina, observó que el faro se había quedado parado y para colmo el haz de luz ni siquiera enfocaba al mar. Murmurando entre dientes volvió otra vez a llamar y de nuevo trataron de calmarlo:

- No se preocupe, Matías...

- ¡Si ya sé, que se ha vuelto a estropear el "sogüer" ese! ¡Pues a ver si tienen más cuidado que uno no gana para sustos! Colgó de nuevo maldiciendo el día que a alguien se le ocurrió la absurda idea de manejar el faro por ordenador: "Parece mentira, pero en todos estos años nunca había tenido una avería grave y ahora ya llevamos dos en una semana".

Siguió todas las noches con su vigilancia. Si antes no se fiaba nada de la informática, ahora mucho menos después de enterarse que no era tan infalible como le habían hecho creer. Cada noche se ponía a leer allí arriba como hiciera desde siempre, con su pipa de caoba en los labios y al final se quedaba dormido junto a su viejo y amado compañero.

Después de varias semanas sin ocurrir nada alarmante, decidió ir olvidando poco a poco el faro y dedicarse a explorar el paisaje que le rodeaba. Se sentía como si respirara aire puro por primera vez; inundado por una serena placidez que le entraba por todos sus poros. El mar aparecía ante sus ojos más hermoso que nunca, con sus múltiples tonos entre tornasolados, verdes, azules y dorados. Cerraba los párpados dejando que la brisa acariciara su rostro dulcemente, con la suavidad de unas manos femeninas. Solamente el temor a una nueva avería soliviantaba su ánimo de vez en cuando obligándole a salir de su estado de éxtasis. Descubrió acantilados, playas, grutas, calas y ensenadas que nunca hubiera sospechado existieran en aquellas latitudes. Incluso llegó buceando hasta una cueva bajo el agua donde se refugiaba para estar tranquilo y pensar, pues allí no se oía romper el mar contra las olas y gozaba de una gran paz.

Al atardecer, le gustaba pasear junto al acantilado y contemplar el cielo disfrutando de la gama de colores que el sol al ocultarse dibujaba entre las nubes y el horizonte. Cada día era diferente del anterior y gozaba como un niño mientras no dejaba de fumar su vieja pipa. En uno de esos paseos hizo un hallazgo singular. De pie y descalza sobre una roca, una muchacha vestida de blanco oteaba el horizonte sin apartar sus ojos de las oscuras aguas, con la mirada fija en un punto como si aguardara a alguien, o quizá algo inesperado estuviera a punto de suceder. Era una joven de pelo rubio y largo que suelto se mecía a merced del viento. En vano intentó hacerle señas o llamar su atención; ella parecía no oírle. Rápidamente se dirigió hacia las rocas pero en su agitación tropezó en una de ellas y al levantar la vista descubrió que la mujer había desaparecido, no había rastro de ella en los alrededores. Incluso se acercó hasta la roca donde creyó haberla visto; pero allí tampoco encontró nada que le hiciera pensar que su visión había sido real. Pronto abandonó la idea pensando que fue engañado por algún espejismo de los muchos que según cuentan suelen ocurrir por aquellos parajes. Volvió al faro apesadumbrado, perplejo y esa noche apenas pudo dormir. A la mañana siguiente continuó con su habitual recorrido. Llevaba andados varios metros, cuando sintió el impulso de volverse para mirar el faro, quedándose estupefacto de lo que vio; una luz intensa y brillante salía de la linterna.

A quién se le ocurre encender el faro de día –pensó-. ¡Estos ordenadores...! –Dijo meneando la cabeza-.

Volvió sobre sus pasos y conforme se iba acercando pudo asistir con perplejidad a la transformación de aquella luz en una figura humana. Se trataba de la extraña joven que viera el día anterior en las rocas; pero esta vez lo miraba a él con fijeza y emocionada ternura. Subió hasta la linterna, y allí no había nadie. Lo que le impresionó sobremanera fue el extraordinario espectáculo que se atisbaba desde allí: la inmensidad del mar y a sus pies el imponente acantilado contra el que rompían las olas y que antes, absorto en su trabajo, le pasara inadvertido. Aquella noche soñó con una sirena que nadaba junto al acantilado y a la que él perseguía sin llegar nunca a alcanzarla. Se despertó empapado en sudor y al incorporarse cuál no sería su sorpresa al encontrar, dormida sobre la alfombra a los pies de su cama, a la dulce muchacha de cabellos dorados.

Pocos días después, en una revisión rutinaria, unos inspectores del C.I.M. encontraron al viejo farero tumbado en su lecho, con los ojos cerrados y una incipiente sonrisa en los labios.

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sábado, 28 de marzo de 2009

Un debate literario inútil

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MILENIO, 25 de febrero de 2009

SOBRE UN DEBATE LITERARIO INÚTIL

Por Mariano González-Leal

Howard Phillips Lovecraft y Edgar Allan Poe son dos de los más grandes maestros de la literatura de horror norteamericana.

Cada uno aportó su propio estilo a la creación de mundos oníricos plenos de sobresaltos, manteniendo al lector anclado a sus relatos, magistralmente construidos. Ambos artistas configuraron sus cuentos de diferente manera, y es injusto compararlos. ¿Por qué parece interesante abordar este tema? Es un hecho que ahora y siempre habrá discusiones relativas a la cuestión que se refiere a cuál de los dos escritores ha sido superior en su literatura al otro. Tal debate puede estimarse absolutamente estéril.

El horror de Poe se desenvuelve en un plano meramente psicológico. La fórmula del escritor bostoniano consistió en explotar la angustia del lector desde un punto de vista predominantemente subjetivo. Aquí, el pánico se deduce de causas, en su mayoría, endógenas -salvo ciertas excepciones-. Poe no crea monstruos objetivos. Su mérito es lograr conducir al lector por los caminos de la mente y sus fantasmagorías, sin tocar nunca temas relativos a seres surgidos, por ejemplo de otras galaxias.

Lovecraft, por el contrario, es un creador de mitos, un inventor de monstruos. Sus narraciones giran en torno a una compleja cosmovisión, con sus particulares puntos de vista acerca de la creación del universo y el origen de ciudades perdidas.

En la obra de Lovecraft, podemos encontrar seres surgidos del espacio exterior. Una de sus obras más importantes, Los Mitos de Cthulhu, trata el tema de dioses y divinidades de pueblos casi desparecidos. La literatura de Lovecraft, frecuentemente, alude a temas relativos a la ciencia ficción y a asuntos totalmente diversos a los que trataba Poe.

Edgar Allan Poe, además, cultivó, en mayor medida que Lovecraft, la poesía, y a diferencia del segundo, encontrar la belleza, aún en las manifestaciones genéricas del horror, era su motivo conductor principal.

Se antoja difícil que, salvo por la cuestión referente a que no fueron contemporáneos

-Poe vivió antes que Lovecraft-, el primero haya sido precursor directo del segundo, pues independientemente de cualquier afirmación que pudiese haber hecho éste último al respecto, Lovecraft fue bastante original y nunca emuló el estilo de Poe. Puede considerarse más viable que Poe haya influido, por ejemplo, en el escritor uruguayo Horacio Quiroga, cuyos relatos -tómese por ejemplo

-El Almohadón de Plumas- presentaban una influencia muy marcada por parte del poeta bostoniano. En Quiroga, como en Poe, puede advertirse cierta obsesión con la enfermedad y con la muerte, sobre todo, de mujeres hermosas.

En la obra de Lovecraft la presencia de mujeres es rarísima, y virtualmente todos sus personajes femeninos laboran para los intereses de poderes malignos. Para Poe, en cambio, es casi imposible prescindir de la idea de la belleza femenina, aludiendo a la mujer como la máxima representación de lo sublime y etéreo.

De todas formas, cualquiera que sea la preferencia del amable lector en relación con la narrativa del género, tanto Howard Phillips Lovecraft como Edgar Allan Poe son referencias obligadas a la hora de querer echar a volar la imaginación leyendo relatos que despierten nuestros temores más profundos. Ambos escritores fueron geniales, y -desde luego- vale la pena leerlos.
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jueves, 26 de marzo de 2009

Cómo se escribe un libro

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.EL NORTE DE CASTILLA, 4 de marzo de 2009

Cómo se escribe un libro

EDUARDO MARTÍNEZ-RICO

| ESCRITOR Y PROFESOR DE LA FACULTAD DE COMUNICACIÓN DE IE UNIVERSIDAD

Me escribe desde Roma un antiguo compañero de carrera. Me dice que está preparando dos novelas, pero que supone que tardará mucho en escribirlas. Yo le deseo «ánimo y suerte» y me responde que esperaba algún consejo por mi parte.

No doy consejos sino al que me los pide, porque no me gusta ir de maestro literario de nadie; la literatura es el reino de la susceptibilidad y a nadie le gusta que le echen la lección, si no la ha pedido antes. Una vez, también en la Universidad, un compañero me pidió que le enseñara a escribir, y casi me dio un susto. Pero este amigo de Roma quería que le dijera algo, y se lo dije.

Según mi experiencia, un libro sólo se escribe si es una prioridad para uno mismo. Es decir, si estamos rodeados de cosas que son más importantes para nosotros que nuestro libro, nunca lo escribiremos. Un libro es una amante celosa y absorbente, y sólo acabaremos el libro si le dedicamos todos nuestros pensamientos. Cuando digo esto me refiero a que hay que convertirlo en una obsesión, y que nos acompañe a todas partes, porque las ideas surgen no sólo cuando estamos delante del ordenador.

Para mí es muy importante avanzar en mi libro todos los días, escribir algo, aunque sea poco, porque así siento que está en marcha, que va creciendo. Si abandonamos el trabajo unos días, unas semanas, un mes. es posible que nunca volvamos sobre él. Un libro abandonado es muy difícil de recuperar. Nos meteremos en otro, pero ése lo dejaremos de lado, porque está, en cierto modo, muerto, sin sangre, y es muy difícil volver a dar vida a un organismo muerto. Los libros tienen vida propia, pero esa vida se insufla cuando se ha cerrado el círculo.

Yo recomiendo no perderse demasiado en la fase de documentación, o preparación, porque lo que hay que hacer es escribir el libro. Aunque hay que optar por un término medio: si no tenemos nada que decir, a no ser que tengamos un estilo deslumbrante, no interesará nada de lo que escribamos. Un libro hay que cogerlo por los cuernos y lanzarse a escribir, palabra a palabra, frase a frase, página a página, y si todo va bien veremos cómo avanzamos y los números del ordenador que marcan la extensión de nuestro libro irán creciendo.

Es muy útil hacerse un plan, un índice provisional, sobre lo que queremos escribir y contar, e ir llenando los títulos del índice con lo que vamos diciendo. Si necesitamos crear un capítulo nuevo, lo creamos; si hay que eliminar alguno, lo eliminamos.

Una vez que tengamos el libro terminado, que en realidad es un borrador, hay que revisarlo, varias veces. Pulir el estilo y muchas otras cosas. Conviene que lo lea alguien de nuestra confianza que sepa de esto, si es un buen escritor amigo nuestro -y que no quiera nuestro mal-, mejor.

Escribir un libro es una prueba de esfuerzo, una carrera de fondo, sí, y después de ella viene otra, muy fuerte: publicarlo. Una vez que está en las librerías, uno se lamenta porque se ha distribuido mal, o porque se vende mejor o peor, o porque ha sido mal comprendido, o porque los medios de comunicación no se hacen eco de él. Pero eso es quejarse de vicio. Un libro da muchas satisfacciones, y compararlo con un hijo es tópico pero verdadero. Hay que luchar por ellos sin descanso y tienen su propia vida, más allá de nosotros, sus autores, que ya estamos trabajando en otros libros o que nos hemos muerto.

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martes, 24 de marzo de 2009

Ana María Navales: la pasión del lenguaje

.Ana María Navales. GRAÑENA


HERALDO, 19 de marzo de 2009



Ana María Navales: la pasión del lenguaje


ANTÓN CASTRO. Zaragoza


Ana María Navales (Zaragoza, 1939-Maleján, Zaragoza, 2009) solía decir que no tenía antecedentes literarios en su familia, y que su inmensa vocación por las letras se forjó en la adolescencia. La escritora había nacido de su condición de lectora y también de su condición de hija única: poblaba esa soledad de seres imaginarios, de fábulas. Vivía reconcentrada, vuelta hacia la música y el color y el calor de las palabras. Aprendió a escribir a máquina de inmediato y encuadernaba, con primor y laboriosidad, sus primeras novelas, sus primeros bosquejos de poemas. Estudió Filosofía y Letras, y pronto frecuentó la amistad de creadores que la marcaron, como Manuel Derqui, o el profesor Cándido Pérez Gállego, experto en James Joyce y en Shakespeare.

Con independencia y con la conciencia de que "tienes que estar siempre a punto y cuando se abre la espita de la creación", Ana María Navales fue construyendo lo que iba a ser su obra, pautada por el rigor y el ambición de hondura y belleza, inclinada hacia "la inmensa minoría", como decía Ricardo Senabre, una obra que tiene muchos caminos, un vasto campo de intereses y el uso de varias disciplinas y géneros.

Ana María Navales fue una estudiosa y una divulgadora de la literatura. Fue de las primeras en estudiar la obra de Francisco Umbral, y también la de Miguel Delibes, Daniel Sueiro e Ignacio Aldecoa, mostraría interés por escritoras aragonesas de escasa proyección, u olvidadas, como María Pilar Sinués o Rosa María Cajal, y siempre apoyó a Rosa María Aranda, Encarnación Ferré o Teresa Agustín, entre otras. Y dio clases de Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Zaragoza, donde se doctoró. Uno de sus últimos libros, ‘Los senderos que se bifurcan. Escritores latinoamericanos del siglo XX’ (Calambur, 2008), dio prueba de su conocimiento y de su interés por la literatura del ‘boom’.

Escribió mucho en los periódicos, especialmente en la sección 'Artes y Letras' de HERALDO, donde redactó pequeños ensayos, redescubrió libros y señaló a jóvenes autores, como puede ser el caso de José María Conget o José-Carlos Mainer, en sus inicios. Mainer recordaba el día de su entierro que "ella escribió la primera reseña de un libro mío, y eso es algo que no podré olvidar jamás". Eloy Tizón, autor del excepcional libro 'Velocidad de los jardines', dice en el blog del profesor y crítico Fernando Valls: "Conmigo fue siempre de una generosidad sin límites, enviándome todos sus libros dedicados, abriéndome de par en par las puertas de 'Turia' y escribiendo reseñas elogiosas sobre mis páginas".

Su labor de difusión literaria tiene otros polos inequívocos: la codirección de la revista ‘Albaida’ con el poeta y profesor Rosendo Tello, que subrayaba hace unos días "las exquisitas calidades de su prosa especialmente y esa mirada surrealista de su lírica"; casi un cuarto de siglo al frente de la revista ‘Turia’, que dirigió al alimón con Raúl Carlos Maícas; su trabajo en la sección de Creación Literaria del Instituto de Estudios Turolenses...

Su obra literaria comprende poesía, ensayo y narrativa, tanto novela como relato corto, del que era una auténtica virtuosa, como se puede percibir en tres volúmenes: ‘Paseo por la íntima ciudad y otros encuentros’ (Librería General, 1978), ‘Cuentos de Bloomsbury’ (Edhasa, 1991; Calambur, 1999) y ‘Cuentos de las dos orillas’ (Prames, 2001). A propósito de de este volumen, decía el editor Chusé Aragüés: "Era perfeccionista y meticulosa. Recuerdo que primero nos pidió que aumentásemos el cuerpo de letra; yo le explicaba que su libro iba dentro de una colección, con un formato, con una caja, con una tipografía. Lo hicimos; revisó hasta cinco pruebas de imprenta. En cuanto se le pasaba sus prontod, era tremendamente humana y cariñosa".

Cuentos de Bloomsbury’ es su obra maestra. Ana María Navales adoraba el universo de Virginia Wolf y de todos sus amigos, desde su hermana Vanessa Bell hasta Roger Fry, desde Dora Carrington a Lytton Strachey, desde Gerald Brenan a Katherine Mansfield, entre otros. Dijo una vez que de Virginia Woolf y de Mansfield "le había atraído su manera de vivir, en libertad, su intensa dedicación a la literatura". De Woolf, que fue un auténtico mito en su existencia, la sedujo esa narrativa preocupada por "el ser íntimo de los personajes" y el hecho de que supo que "el pensamiento es simultáneo y el lenguaje, sucesivo". Dos libros fundamentales de estudios sobre la creación de la mujer son ‘La lady y su abanico’ (Sial, 2002) y ‘Miradas de mujer. De Virginia Woolf a Nadine Gordimer’ (Sial, 2006). Publicó varias novelas: ‘La tarde de las gaviotas’, ‘El laberinto del quetzal’, ‘El regreso de Julieta Always’ y ‘La amante del mandarín’, que resume su experiencia de profesora en el Colegio Alemán.

Ana María Navales se sintió poeta. En una poética de 1986, decía: "Intento ahondar en mi mundo, abarcar todo lo que conforma mi espacio vital, para encontrar mi identidad y llegar a la integración en los seres y el mundo físico, más allá de un aparente desarraigo (…) Me muevo entre dudas y vacilaciones en torno al enigma de la poesía, de su oscura esencia". Ha publicado numerosos poemarios, pero los concentró en su libro de libros, ‘Travesía en el viento’ (Calambur, 2006; 264 páginas, con prólogo de Jesús Ferrer Sola). Ana María Navales se retrataba así en 2006: "Siempre he sido rebelde. Y me he sentido una persona libre. Tanto en la poesía como en la prosa, es decir, en la vida".



sábado, 21 de marzo de 2009

Manifiesto "Poesía útil" de Ángel Guinda

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Cansados, aburridos, decepcionados de la poesía que se escribe en la España de fin de siglo XX (con el justo respeto a las contadas excepciones redentoras), por instinto de resurrección poética decimos No. No queremos una poesía domada por las tendencias dominantes. Queremos una poesía en estado salvaje, libre. No queremos una poesía aséptica, de sonsonete, mimética. No queremos poemas de tubo de ensayo, ni poemas lúdicos que camuflan la trampa. No queremos una poesía profesoral escrita por doctos iniciados para los elegidos de la secta. Arremetemos contra la abulia, contra el sopor, contra la palabrería, contra el ombliguismo lingüístico, en un mundo que se descompone por la carcoma de su incapacidad para penar y repeler la agresión de la Gran Anestesia. Rechazamos la poesía elaborada para obligar al lector a estudiar el diccionario, la poesía personalista de valor terapéutico exclusivo para su autor, la poesía de banalismo y la frivolidad en el tratamiento de los sentimientos y de las emociones. Abajo la poesía de hueco alarde ingenioso, voz impostada y palabra estéril.

Propugnamos una poesía heredera de la tradición mejor asimilada, abierta a caminos nuevos en la forma y en los temas. Una poesía sencilla, clara, rotunda, directa, honda, intensa y grave, cargada de intención. Que atraviese la inteligencia, queme en los ojos y en los oídos, estrangule el corazón, produzca escalofrío en el conocimiento y fustigue la conciencia agitándola, haciéndola reaccionar, moviéndola a la reflexión y a la acción. Una poesía habitable, testimonio radicalmente sincero de la experiencia vital e intelectual, de nuestra convivencia con la realidad del existir y con la idea de la muerte. Defendemos una poesía útil que, además de objeto de belleza, sea sujeto de conducta. Que sirva al ser humano: moralmente, para vivir; culturalmente, para ensanchar y afianzar su saber; y estéticamente para gozar. Una poesía que tenga los pies en las nubes pero la cabeza en la tierra, comprometida con el destino de las mujeres y hombres de su tiempo. Que busque elevar el lenguaje coloquial a la categoría de lenguaje poético, y consiga que la verdad particular de su mensaje alcance validez universal. A esta poesía (firme en su poder de insinuación y de sorpresa) conviene una mínima dosis de didactismo que haga eficaz su interés por regenerar los valores del espíritu y del arte, así como su afán rehabilitador de la imaginación, la voluntad, la sensibilidad y la razón crítica de unos lectores cuya recuperación hemos de demostrar sin otras armas que la propia obra.


Ángel Guinda

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miércoles, 18 de marzo de 2009

"Es la poesía la que crea al poeta"

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ABABOL, 28 de febrero de 2009

Sánchez Rosillo: «Es la poesía la que crea al poeta»

En su libro, ‘Oír la luz’, expone su mirada «sobre un mundo, más proclive a la alegría» Han pasado treinta años de Maneras de estar solo, su primer libro, por el que recibió el Premio Adonais. Ahora, no como celebración, sino como un modo natural de seguir expresando su ‘artesanía’ y sus emociones poéticas, Tusquets Editores publica Oír la luz, el último libro de un poeta tan profundo y admirado como Eloy Sánchez Rosillo. En el largo trasiego de ese tiempo, entre lo primero y lo último, otros cinco libros marcan la trayectoria de quien ha variado su forma de ver las cosas. La elegía y el desasosiego iniciales han dado paso a la celebración, a la alegría y a la aceptación del mundo que nos rodea, pese a sus injusticias y a sus necesidades de mejora.
-¿Por qué eso de Oír la luz, con lo difícil que debe ser?
-Es difícil aparentemente; pero si se escucha con atención, no lo es tanto. Y, sobre todo, cuando yo la oía, que era niño, en el campo, mirando por la noches el cielo, en aquel silencio extraordinario, de esos que ya no existen, y en la oscuridad total de un campo sin luz eléctrica, sin contaminación lumínica de ningún tipo. Entonces, al mirar hacia arriba era sencillísimo escuchar la luz. El título es el de uno de los poemas incluidos en el propio libro, que trata de todo esto precisamente. Pero también está puesto, para aclarar, de alguna manera, que la poesía y las cosas que importan en el mundo son algo a lo que podríamos llamar oír la luz.
-Quizá sí, pero a quienes no somos poetas estos títulos nos parecen irreales y enrevesados.
-Hay poetas que buscan títulos enrevesados, pero este es sencillímo. Creo, además, que no sólo el poeta, sino también todo ser humano que sepa escuchar puede oír la luz, porque es algo que está al alcance de cualquiera.
-¿Lo que ha pretendido con este libro ha sido ampliar su manera de expresarse, mostrar nuevos sentimientos, nuevos descubrimientos...?
-Sí. Los libros de poesía son siempre como una ampliación de la mirada sobre el mundo. Expongo lo que, en realidad, yo he ido viendo, lo que he ido pensando de las cosas que me rodean o de mí mismo; de las personas que me son cercanas o, incluso, lejanas. En resumen, expongo lo que en los últimos años ha sucedido en mí, como poeta, y que no es más que lo que la poesía quiere que suceda.
-¿Le ha resultado difícil?
-Yo siempre digo que los libros de poesía se hacen a sí mismos, solos. El poeta lo único que hace es transcribir aquello que la poesía quiere decir, hacer que la poesía se convierta en un poeta concreto. nada más. El poeta es como un hilo conductor. No soy de esos poetas que se creen el centro del mundo y que son unos predestinados. Lo que hago sencillamente es transcribir y procurar que la poesía llegue al papel como poema.
-¿El libro está hecho a base de poemas de una época concreta o de un tiempo indeterminado?
-Incluye poemas escritos en los últimos años, desde que terminé el libro anterior hasta que concluí los que en este libro se recogen. Además, están escritos en bastante poco tiempo, sobre todo, si tenemos en cuenta que en los últimos años he sido un poeta lento; pero, por una de esas cosas que suceden, como si fuesen un tanto misteriosas, es un libro que se ha llenado muy rápidamente. En dos o tres rachas he escrito bastantes poemas, y así se ha completado. Es algo que no me había sucedido nunca. Es también mi libro más amplio, con sesenta y siete poemas.
-¿Quiere decir que en el resto de tiempo no le ha llegado la inspiración?
-Bueno, sí. Ha sido una suerte, que me haya aislado bastante en mi casa del Puerto del Mazarrón. Cuando me meto allí, no sé qué me pasa, pero me cunde hacer poesía. Se desconecta uno de las mil solicitaciones que siempre tiene en la ciudad y las cosas van surgiendo sin esfuerzo y sin forzar la máquina de la poesía. Cuando ella quiere. Ha pasado algo que para mí es bastante extraño, porque, sobre todo en los últimos años soy un poeta más lento.
-A la hora de hacer una crítica, al entendido se le suele ir la mano, en disparatados elogios. ¿El más disparatado sobre su poesía?
-Al crítico siempre se le va la mano, en el elogio o en la opinión negativa; pero, por lo general, el crítico se entera poco. Lo que dice tiene poco que ver con lo que hay. Sí, me han dicho disparates en las críticas bienintencionadas y malintencionadas, pero la verdad es que no puedo decir ninguno, porque se me olvidan pronto.
-Eso de que Eloy Sánchez Rosillo es uno de los mejores poetas europeos...
-Eso... Yo creo que no hay que medir a los poetas como a los corredores de los cien metros lisos. Y tampoco creo que ninguno de esos críticos que te pueda calificar como el mejor poeta de España pueda conocer a todos los poetas de España, y ni siquiera a los de su barrio.
-Cuando se es un buen poeta, ¿se corre el peligro de que uno sea incapaz de superarse?
-Siempre hay que escribir con una humildad que te impida creerte el centro del mundo. Ya he dicho antes que para mí el poeta es sólo el hilo conductor, no el que crea la poesía; al revés: es la poesía la que crea al poeta.
-Pese a esa limitación, ¿cree que el poeta también debe buscar nuevas rutas o seguir la que tiene trazada desde un principio?
-Yo creo que debe existir variedad. Si se escribe la poesía con autenticidad, lógicamente va evolucionando. A la vez que el poeta evoluciona como persona, la mirada sobre el mundo es distinta. Siempre, las obras de un mismo creador tienen como una huella digital. Sabemos si es un creador auténtico, incluso aunque vaya sin firma. Pensemos en un cuadro de Ramón Gaya. Sabemos que es de este autor, pero si se ve la obra de ese creador auténtico y se considera en períodos amplios de tiempo, cualquiera percibirá una evolución constante. No se trata del mismo hombre y del mismo poeta el que ha escrito este Oír la luz y Maneras de estar solo, que fue mi primer libro de poemas.
-¿Cuál es la diferencia más acusada entre este y los demás?
-La diferencia o la novedad, entre comillas, que presenta este libro es la manera que ahora tengo más celebrativa de mirar las cosas del mundo. Siempre se me ha considerado un poeta elegiaco; y es cierto que en mis primeros libros, había una tendencia o una mayor cantidad de poemas de ese tono; pero en los últimos años, por evolución natural mía, que ya se apuntaba en el libro anterior y que en este se desarrolla del todo, creo que la mirada que ahora tengo sobre las cosas es más esperanzada, más optimista, más proclive a la alegría.
-¿A qué se debe el cambio?
-A que, cuando uno es joven, seas poeta o no, y, curiosamente, estando en el momento que consideras más pleno, tiende uno más a la melancolía. De adolescente, uno le pide absolutos al mundo, pero como no te los da, te sientes como defraudado, porque la vida no es como la esperabas. Después, cuando corre la edad, y también se espera un poco más de sabiduría, lo que sucede es que uno ya no pide al mundo lo que no te puede dar. Así se va aprendiendo optimismo, alegría, porque te das cuenta de que el mundo que tenemos, con todas sus limitaciones, es una maravilla, y sin ignorar las injusticias que hay, el mal que existe... El mundo está lleno de milagros cada día. Es entonces cuando uno dice que esto no está tan mal.
-Ha publicado siete libros. ¿Alguno le ha surgido de un modo más fogoso o más liviano?
-Siempre he procurado escribir con mi visión del mundo en cada momento, y con el deseo de expresarla de la manera más natural. No soy poeta al que le gusta hacer piruetas. Si el arte no es como la vida, hablamos de engañifa. Uno, si es poeta, tiene que tratar de escuchar lo que la vida dice, y lo hace de una manera natural.
- A propósito de las sucesivas ediciones de sus obras, hay correcciones de los poemas ya publicados. ¿Estaban mal escritos al principio o...?
-No. Es que un poema nunca termina de acabarse. En el momento en que se publica, atraviesa un estado que el autor considera el mejor en ese momento. Pero es inevitable, cuando se lee después, hacer correcciones, porque el paso del tiempo te lo distancia y ves en él cosas que la cercanía anterior te impedía ver. Por lo general, en mi caso, son correcciones de detalle, no que son capaces de cambiar el sentido o el sentimiento del poema. Es el mismo poema al que le quitas, como a una chaqueta, unas motas que le han caído encima con el tiempo.
-Su relación con Machado, con Jorge Guillén..., ¿es de admiración, de influencia...?
-Yo creo que un poeta tiene que conocer su tradición; o sea, conocer toda la poesía que se ha hecho antes de él. Un poeta debe intentar conocer a los grandes poetas y tratar de aprender algo de ellos. En la tradición de la poesía española hemos tenido la suerte de contar con muy grandes poetas. Antonio Machado es para mí uno de los poetas más importantes en cualquier época, hondísimo y extraordinario. Jorge Guillén, aún admirando su modo cristalino de ver el mundo, me parece aséptico de más. La poesía debe tener emoción; si no te conmueve es una poesía de segundo orden. La poesía de Guillén está muy bien construida, no nacida, y me parece fría y carente de emoción en muchas ocasiones. Eso no quiere decir que no sea un gran poeta dentro de su cuerda.
-También aparece en el libro su devoción incuestionable hacia el pintor Ramón Gaya.
-Le dedico un poema. Es que un poeta no solo aprende y se alimenta de la poesía; también, de cualquier aspecto de la vida, de la música, de la pintura, de los pensadores... Ramón Gaya fue para mí alguien fundamental, como amigo, durante más de veinticinco años, y como creador. Era, a mi modo de ver, una de las cabezas más completas que he conocido. No solo era pensador, sino un creador como la copa de un pino. Para mí es el único maestro que yo conocí, y que admito como tal. Pocas cosas me habrá hecho más bien que el trato constante con él y con su obra.
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martes, 17 de marzo de 2009

Poema XXI

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EL DESVÁN DE LA MEMORIA

A Ramón Alcaraz y todos los Desvaneros


Buscas en el desván de la memoria
las luciérnagas de ojos tristes
que solían acompañar tus noches
y te hacían resucitar en soledad.
Llevas la mano a tus sienes
en un gesto aprendido, mecánico,
vuelves a sentirte ese extraño
que se ahoga en el lago de una lágrima.
El ocaso se apodera de tu mente,
ya no eres aquel náufrago
que frotaba con ardor la lámpara
en un delirio arrebatado y efímero.
Aunque tu vida no es serena
te dejas arrastrar por un momento
al territorio de la pérdida
en un impulso por sobrevivir.

Del libro inédito Rituales de identidad
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sábado, 14 de marzo de 2009

El valor de un compromiso con los demás

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LA VERDAD, 1 de marzo de 2009

MIGUEL ÁNGEL CARCELÉN. FUNCIONARIO Y ESCRITOR

«Copio argumentos de la realidad»

El valor de un compromiso con los demás

POR: CLARA M. RABADÁN

Miguel Ángel Carcelén lleva mucho tiempo aunando la literatura con los valores solidarios. Ganador de multitud de certámenes literarios acaba de conseguir otro primer premio en el concurso José María López-Torrijos con su obra El vuelo de las aves.

-¿De qué trata El vuelo de las aves?

-Es una novela un poco curiosa porque tiene tres protagonistas y cuenta una triple historia: la de un ciego que se gana la vida en Aranjuez, la de una huérfana gallega y la de un expósito que se busca la vida en los bajos fondos de Madrid. La narración se sitúa en la década de los años setenta y pese a ser una triple historia en la que parece imposible que las vidas de los protagonistas se unan, al final se comprueba cómo las historias de estas personas se van entremezclando y se muestra una relación entre ellos.

-¿Qué le inspiró para escribir esta obra?

-Pues como yo inspiración tengo poca, me dedico a copiar los argumentos de la realidad, no me considero muy creativo. Hay situaciones que parecen fantásticas, pero sólo me dedico a maquillar la realidad, con lo que creo que obtengo mejores resultados que si desde un principio diera rienda suelta a la imaginación. El personaje de la huérfana gallega si que estaba basado en una persona real que conocía, lo que fue en realidad el origen de la novela. Me llamó la atención su historia personal de cómo una persona que lo podía haber tenido todo acabó arruinando su vida.

-¿Qué quería transmitir con este libro?

-Este libro es bastante distinto del resto que ya he publicado. Mi intención con él era hacer una denuncia al vacío existencial que poco a poco se va adueñando de nuestra sociedad. Además, este vacío no es algo que sólo sufren los que por alguna razón tienen la vida difícil, sino que la actual sociedad de consumo tiene el vicio de convertir todo lo que antes era esperanzador en propina y nos resta la capacidad de asombro antes determinadas situaciones. Es, por tanto, un vacío que nos está afectando a todos y no nos damos cuenta de él hasta que no llegamos al límite de alguna situación extrema.

-¿Cómo han sido entonces el resto de sus obras?

-Casi todos mis libros anteriores habían sido de género policíaco o penitenciario. Por eso este último es distinto, porque no hay asesinatos que desvelar. Además, en los anteriores si que había una historia clara, pero en esta aparte de la historia hay también una lectura entre líneas más profunda, referida al vacío existencial, la pérdida de valores y de ilusión.

-¿Qué significa para usted la escritura?

-Desde siempre, escribir ha sido para mi un desahogo. Escribir es una forma de enfrentarme a la realidad y de reconciliarme con el mundo. Cuando escribo me planteo problemas y soluciones con la tranquilidad de poder plasmarlos en un papel. La literatura supone también una forma de dar a conocer lo que yo entiendo sobre cuestiones importantes de nuestra sociedad, sobre todo de denuncia. Para mí personalmente, el valor estético de la literatura queda en un segundo plano.

-¿Cuándo comenzó a escribir?

-Comencé a escribir en serio a los dieciséis o diecisiete años, aunque siempre me recuerdo escribiendo algo desde que era muy pequeño.

-No ha escrito para ganarse la vida, sino para ayudar a que otros se la ganen, ¿cómo ha sido ésto?

-Para mí, como he dicho, la literatura es un desahogo y no trato de ganarme la vida con ella. Así, desde que comencé a escribir en serio los beneficios económicos de los premios y conferencias que he podido dar y recibir los destino a proyectos de ayuda al desarrollo en países empobrecidos. Por eso, para mí la literatura y la solidaridad van de la mano. Todo surgió a raíz de un viaje que realicé con un grupo de gente hace unos años a la República Dominicana, cuando pude conocer de primera mano la miseria que había y vimos que con poco dinero que aportáramos se podían hacer grandes cosas allí. Por esta razón, a la vuelta del viaje nos comprometimos a financiar la construcción de unas treinta viviendas. Para ello, cada uno de nosotros se ofreció a hacer lo que mejor sabía; los hubo que hicieron ganchillo para vender en mercadillo, otros actuaban de payasos en fiestas... y yo me ofrecí a participar en concursos literarios. Me di cuenta que era más fácil ganar un concurso literario que te tocase la quiniela, así que he tenido la suerte de ganar un par de certámenes con dotaciones económicas importantes.