miércoles, 27 de octubre de 2010

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EL ESPECTADOR, 3 de septiembre de 2010

Acerca de los ‘escritores tardíos’

Por: elmagazin | Hernán Torres Iregui*

El maestro Azorín fue el culpable de que yo hubiera incurrido en la osadía de escribir en una hoja de papel aquellos sucesos que inquietaban mi alma, y principalmente los que han acontecido en mi propia vida. La insólita audacia me sobrevino de repente cuando, leyendo Las obras selectas del ilustre alicantino, me encontré con esta caritativa sentencia: “(…)de escribirla con sencillez, ingenio y honestidad, hasta la vida de un simple mecánico puede ser una historia interesante.”
Pero debo confesar que me intimidó tener que aprender tantas cosas antes de producir un relato leíble, y poco faltó para que desistiera de mi osadía cuando algún enemigo de mi ego puso ante mis ojos una contundente frase de Monsivais (el de la bandera del arco iris), quien ante la pregunta del periodista que lo entrevistaba respondió: “lo más difícil para escribir es tener talento”. La súbita ráfaga de cobardía que encendió mi cara se originó en la inevitable realidad de mi larga edad, pues recordé el sabio aforismo: “loro viejo no aprende a hablar”, el cual me pronosticaba, en el mejor de los casos un diagnóstico peyorativo de “escritor tardío” y, en el peor, de “escritor póstumo.” Pero el complejo acaba de agravarse al repasar la biografía de Saramago, que vuelvo a leer mientras su cuerpo –ahora sí sumergido en la ceguera definitiva que conduce a la inmortalidad—yace en su catafalco de libros leídos y releídos con una rosa roja sobre su pecho. El admirado y maldecido portugués se gastó más de 40 años para incursionar con paso firme en la literatura, porque conforme a su propia confesión “quizá no tenía nada que decir”. Le sucedió lo mismo que a Raymond Chandler. No obstante, yo no tengo la menor duda de que Saramago, Chandler y muchos otros llamados “escritores tardíos” consiguieron enaltecer las letras universales gracias a las cualidades con que vinieron al mundo. Quizás éste no sea mi caso, por desgracia. Aunque –como fotógrafo aficionado—considero que en el otoño se captan mejor los paisajes.
Es evidente que no todos los mecánicos y los cerrajeros (incluido Saramago), lograrán por mucho que se esfuercen ser exaltados con el premio Nobel de Literatura, o aunque sea, ser llamados “buenos escritores”. Como tampoco los médicos comunes conseguirán ser nominados al Nobel de Medicina. ¿Será que tienen razón quienes aseguran que un buen escritor, como un buen médico, nace y no se hace? Que por más que se esfuerce, el que no es predestinado o poseedor de ese toque divino nunca llegará a sobresalir en el oficio. Este jactancioso concepto, que brota usualmente de labios bendecidos por la fama, se asemeja peligrosamente al de algún artista pictórico que no dudaba en promulgar que su arte era la singular expresión de los seres elegidos por Dios.
Pero analicemos más democrática o, si se quiere, más caritativamente el fondo del asunto. Primero, rebusquemos un común denominador en los rasgos genotípicos de los escritores. Es sabido que la sensibilidad y la capacidad de expresar emociones son cualidades transmitidas mediante genes que viajan a bordo del cromosoma X. Sensaciones y emociones que se procesan con mayor fuerza en el hemisferio cerebral no dominante. Lo que por simple lógica significaría que tales cualidades –sobresalientes en los buenos escritores– se reciben a través de la herencia materna y quizás podrían encontrarse con mayor frecuencia en la mujer, que ostenta la pareja cromosómica XX, y que, además, implicaría una mayor agilidad en las conexiones neuronales que llevan las sensaciones desde la corteza cerebral hasta el sistema límbico, exactamente hasta las amígdalas cerebrales. Esa pareja de almendras misteriosas en donde se elaboran las emociones. No es suficiente que la corteza perciba las sensaciones. Para convertirlas en vivencias tienen que ser trasportadas a través de un enmarañado circuito y depositadas en el mesencéfalo. Pero comprender este proceso neurofisiológico no alcanza a definir a un buen escritor, pues éste no solamente debe poseer esa sensibilidad exquisita y ser capaz de trasladar el estremecimiento de sus sentidos al mesencéfalo, sino que –por añadidura y muy especialmente– ha de lograr que sus lectores, a través de los ojos y la fantasía, se contagien de su obra y desencadenen un proceso aún más complejo que los hará sufrir, gozar, llorar, palpitar, desear, odiar, o simplemente, asombrarse con la belleza del lenguaje o la precisión y contundencia de los vocablos.
Sin embargo, esta realidad por si sola aún no es suficiente. Se necesita todavía algo más para ser buen escritor. La sinestesia. Aquella capacidad de mezclar sensaciones y emociones en una forma tan maravillosa que para los seres que caminamos pisando el suelo resulta casi imposible de comprender. Ellos (los buenos escritores) deben poseer la capacidad de saborear los colores, de oler los sonidos, de palpar los pensamientos… Aquí radica el origen de la expresión poética, y ahí mismo se esconde el diccionario del lenguaje metafórico. Es una forma de daltonismo. Pobres de nosotros que vemos el verde verde y el rojo rojo, pero que tenemos que hacer un gran esfuerzo mental para traducir lo verde como esperanza y lo rojo como pasión; o, a un niño como el futuro y a un viejo como el recuerdo.
Todo lo anterior refuerza la hipótesis del escritor nato. Esos poetas y novelistas precoces que produjeron obras famosas apenas pasada su adolescencia, como los poetas Rimbaud y Neruda, o como Vargas Llosa que escribió su primera novela (La ciudad y los perros) a los 22 años. O como la Yourcenar que escribió su primera Memorias de Adriano entre los 20 y los 25, aunque después, arrepentida, dijo: “hay libros que uno no debe atreverse a escribir sino después de los 40”. Pero así mismo existen muchos otros que nacen con la vocación literaria y no la expresan hasta encontrar el justo momento en su vida, hasta que las circunstancias los obligan, o hasta que no pueden resistir por más tiempo los sentimientos que bullen en su interior amenazando con destruirlos si no los expresan. En fin, hasta que sienten necesario “cuestionar, con inventiva, la realidad establecida”.
Volviendo a mi caso personal, no encuentro en mí nada de lo anterior. Tal vez, sólo un exceso de excitabilidad en esas que bauticé “almendras emocionales”, como les sucede a todos los viejos que añoran sus recuerdos borrosos y lloran por todo. Así que tendré que hacerme a la idea de que si quiero escribir algo, habré de hacerlo conformándome con aceptar que sea sólo un ejercicio póstumo de autosatisfacción.

(*)
Colaborador. Médico jubilado que se resiste a ser atropellado por el ocio y la soledad.
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1 comentario:

MiLaGroS dijo...

Me ha parecido genial. Es cierto que no todos los médicos ganan el premio Nobel pero por eso salvan vidas igual . Y me ha encantado lo del daltronismo. Y es cierto Los poetas y los escritores ven la realidad de otra manera . Y ven cosas que otros no ven. y como me decía hoy un amigo hay que tener ojos en los dedos a la hora de escribir. Un abrazo Ricardo Gracias por compartirlo