
http://teresacameselle.blogspot.com/2010/10/comienza-el-halloblogween.html
―¡Las veinte en bastos! —dijo uno de ellos dando un golpe en la mesa—.
―¡Las cuarenta! —replicó un segundo con un golpe más fuerte y aire retador—.
―¡No habéis tenido potra ni nada, así gana cualquiera! —respondió un tercero que no había tenido tanta suerte—.
Como cada fin de semana jugaban y bebían sin parar hasta altas horas de la madrugada. Un día al más perspicaz de todos se le ocurrió una espeluznante idea:
―¿Cuál de vosotros sería capaz de ir solo al cementerio en la noche de las ánimas? —les dijo mirándoles a los ojos con aire retador—.
Se miraron entre sí con el miedo marcado en sus rostros, aún no contaban con suficiente alcohol en el cuerpo como para acometer semejante locura, pero Juan, el más bravucón, se puso en pie y vociferó:
―¿Y qué saldría ganando?
―Pues aparte de demostrarnos tu valor, veinte mil pesetas del ala —le explicó con voz retadora el autor de la apuesta—.
―Entonces yo soy vuestro hombre; pero si voy solo ¿cómo podré demostrarlo? —preguntó con un deje de duda en su voz—.
―Debes incrustar un clavo grande en la puerta y así sabremos que has estado allí —le contestó de nuevo el interpelado— ¿qué pasa, que tienes miedo?
―¿Miedo yo? —replicó en un tono más bravucón que antes, después de apurar su copa— ya veréis quién es aquí el más valiente.
Ahora, sin más compañía que su soledad, sin tener que demostrar su temeridad ante nadie, entre el silencio, el frío y la negrura, al verse frente al portón sintió miedo, pero ya no podía volverse atrás. No tenía más remedio que cumplir y regresar al pueblo cuanto antes para referir a sus amigos el final de su empresa. Sacó de una bolsa un enorme clavo y un martillo y golpeó sobre él una y otra vez casi a tientas. Los golpes resonaron en la noche como un trueno, como si vinieran del más allá, como si no fueran de este mundo. Temblando volvió a guardar el martillo en su bolsa y al darse la vuelta para emprender la marcha notó que alguien lo agarraba con fuerza por la capa. Trató de deshacerse como pudo de aquellas manos invisibles que lo atenazaban y al ver que no se podía soltar, preso del pánico, deshizo la lazada, soltó la capa y echó a correr por el campo como alma que lleva el diablo.
Con la cara desencajada llegó ante sus amigos y les contó entre jadeos lo sucedido; pero ninguno dio crédito a semejante historia.
―Lo que pasa es que estás muerto de miedo. Seguro que te has vuelto a mitad de camino y nos quieres colar una patraña —le contestaron con aire burlón y desenfadado—.
―¡Nada de eso! y ya puedes darme mis veinte mil pelas, ―respondió con voz entrecortada― creo que me las he ganado.
―¡No señor!, la única forma de comprobar lo que cuentas es viendo si el clavo está en su sitio, hasta entonces no verás un duro —le replicó el de la apuesta con tono de superioridad—.
Quedaron todos en verse a la mañana siguiente para ir juntos al camposanto a comprobar la consecución de la hazaña. No pudo dormir en toda la noche, pues cuando empezaba a coger el sueño le atormentaban un montón de pesadillas en las que se veía atrapado por crueles fantasmas, que le hacían despertarse envuelto en sudor. A la mañana siguiente se levantó temprano para adelantarse a sus compañeros y descubrir antes que nadie lo sucedido y al mirarse al espejo descubrió con horror que su pelo se había vuelto totalmente blanco.
Sin dejar de pensar en todo lo sucedido se dirigió al cementerio y al llegar allí, una mueca sarcástica pobló su rostro al contemplar clavada en la puerta, ondeando al viento, su capa; la misma que esa noche creyó abandonar en manos del más terrible de los fantasmas.
Cuando llegaron sus amigos sonó un coro de malévolas carcajadas, aunque no sabían muy bien de qué se reían más, si del pelo blanco de Juan y la estúpida mueca dibujada en su cara o de ver la capa mecida por el viento.