domingo, 20 de julio de 2008

Ruiz Zafón


SUR, 15 de junio de 2008

El amo del corral

JUAN BONILLA

Es muy cierto que no debe juzgarse a un escritor por sus declaraciones, pero también lo es que sí pueden juzgarse las declaraciones de un escritor por sí mismas, sin que lo que juzguemos tenga que ver por fuerza con lo que nos parezca el escritor. Hace un par de semanas, el 'best-seller' Ruiz Zafón concedió una entrevista en la que despachaba lo que él llamaba el mundillo literario -aunque en él no parece que entraran agentes, editores y distribuidores, sino sólo los novelistas- con palabras despectivas: no había nada ahí que pudiera interesarle.

Hace bien si es de veras así, no es el primero que canta a los cuatro vientos su desdén por el mundillo, si no fuera porque enseguida venía un desdén olímpico hacia los propios novelistas -pertenecieran o no a ese mundillo-. La frase es de las que quieren hacer época. Dijo: hoy ya no queda casi nadie con ambición y talento, es decir, nadie que sepa escribir, dedicándose a la literatura, están todos haciendo guiones para series de televisión. Por supuesto el «casi nadie» debe querer decir que el único que queda haciendo literatura, como un fin de raza, es él mismo. Y en cuanto a que los escritores de talento están hoy haciendo guiones para series de televisión, uno estaría absolutamente de acuerdo con él si se limitara a comparar 'Los Soprano', obra maestra de la televisión, con las propias novelas de Zafón. Claro que si lo que comparamos es la serie 'Aída' (seis millones de telespectadores todos los domingos) con las novelas de Ignacio Martínez de Pisón, entonces resulta que no, que el talento cae del lado de la literatura.

Es lo que tienen las frases olímpicas: es fácil que se vuelvan contra el que las lanza. Lo peor de todas maneras de la entrevista no eran esas declaraciones que sólo unos alumnos de taller literario en su primer día -ya en el segundo ni siquiera ellos- podrían considerar lectivas (como cuando dice que los personajes deben ser descritos mediante sus palabras y acciones, y no mediante largas parrafadas que son rollos patateros, a lo cual sólo se puede responder: dependerá de quién es el que larga el rollo patatero, y dependerá de quién describa con diálogos a los personajes).

Vizcaíno Casas hacía hablar mucho a sus personajes, y no creo que sea mejor novelista que Nabokov, que los hacía hablar mucho menos, pero bueno, yo tengo unos gustos muy raros. Lo peor era la singular amargura que destilaba: la de alguien que no puede conformarse con ser lo que es, un gran triunfador, sino que además quiere la admiración permanente de todos, al que seguramente, a pesar de lo muy por encima que dice estar de todo, le molestan las críticas negativas como nos molestan a los que no pasamos de 3.000 ejemplares.

Y para que nadie se quede sin su mandoble, también los libreros pequeños reciben en las declaraciones de Zafón: dice que es natural que desaparezcan, sobre todo esos pequeños libreros snobs (aquí no añade su definición de snob, que debe ser: aquel que no coloca mi libro en su escaparate). Con esos libreros es especialmente mezquina la actitud del que la tiene más larga (la cola de gente para que les firme sus ejemplares, quiero decir), y parece mentira que conociendo los Estados Unidos tan bien como dice que los conoce y tomando su modelo como ejemplo, no se dé cuenta de que ese modelo potencia también a los libreros pequeños que sepan especializarse, encontrar su clientela allí donde las grandes superficies no podrán satisfacer la demanda de sus clientes porque ninguna gran superficie va a encargarse de encontrar para ti un ejemplar de un libro que salió hace dos años y del que quedan un montón de cajas apiladas en un gran almacén de dios sabe dónde. Es ese librero el que hace la heroicidad de que los fondos no estén muertos del todo, y el que permite que hayan brotado con tanto entusiasmo decenas de editoriales pequeñas.

Es verdad que Ruiz Zafón -y su éxito- coloca a cualquiera que se preste a hablar sobre él en una situación delicada: si meramente dices que no te va lo que escribe ni cómo lo escribe, enseguida te saltarán a la yugular con el cuento de que sólo la envidia mueve tu opinión. De alguna manera, ese éxito, en nuestros días, patrocina la propia impotencia de la crítica para hacerle frente o ponerlo en su sitio. Es casi una patente de corso que consigue que el periodista que le hace la entrevista se tome en serio, como si lo pronunciado fuera una profunda revelación de maestro zen, esta perla: si a cualquiera de nosotros nos hubieran pasado cosas distintas a las que nos han pasado, seríamos personas distintas. Pues sí, claro. Eso es verdad. De hecho, Ortega dijo aquel eslogan fantástico de «yo soy yo y mis circunstancias».

No sé si hace falta, pero por si las moscas: juro que no mueven estas líneas ninguna envidia. Creo que un éxito de esas dimensiones no puede ser bueno para la salud de nadie. Pero aún si estuvieran dictadas por la envidia, ¿acaso no es la envidia uno de los fascinantes motores no sólo de la opinión, sino también de la propia creación? Por envidia a Nabokov, Borges, John Cheever o Hemingway, quiso uno de adolescente ser escritor, sin saber, por supuesto, que cuando se hiciera grande se enteraría de que los escritores de verdad, los que tienen ambición y talento, los que saben de veras escribir, en palabras de Ruiz Zafón, sólo podrían encontrarse en dos lugares: en los guiones de las series de televisión y en, supongo, las propias novelas de Ruiz Zafón.


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