LA CRÓNICA, julio de 2008
Este escritor es un visionario
Iker Seisdedos
Es uno de los mejores autores de su generación. Un editor influyente y un filántropo cuya fundación ayuda a un millar de niños. Pasamos un día en San Francisco, en el ojo del huracán literario de Dave Eggers. Un hombre y su imperio de ideas ingeniosas.
Es un miércoles cualquiera, soleado y ventoso, en la calle Valencia, de San Francisco. Otro día más en el seno de la revolución literaria de Dave Eggers (Chicago, 1970), filántropo, infatigable aglutinador de voluntades y muy probablemente el escritor estadounidense más relevante de su generación. No son sólo sus novelas (Mondadori acaba de publicar Qué es el qué, la tercera). Es la decena de proyectos sociales que abandera repartidos por todo el país. Son sus incomparables revistas. Es, en suma, el imperio de ideas ingeniosas que Eggers controla desde un anónimo edificio, indistinguible entre las taquerías y los negocios latinos de esta arteria del barrio mexicano de The Mission.
Si en la planta baja un puñado de treintañeros edita primorosamente las revistas The Believer y McSweeney's, acaso las mejores entre las consagradas a la nueva narrativa inglesa, en el sótano varios adolescentes llegados de la parte baja de la rueda de la fortuna ultiman la edición de 2008 de The best american nonrequired reading, que es precisamente eso: las mejores lecturas escogidas entre aquellas que no figuran en sus planes de estudios. La cosa funciona así: una decena de muchachos con problemas de la bahía de San Francisco se reúnen cada semana convocados por el escritor Dave Eggers; leen, comparten y puntúan textos procedentes de más de 200 revistas editadas en EE UU, y el veredicto de tan inusual jurado se publica en una antología anual en tapa blanda que resulta cualquier cosa menos predecible. Mientras tanto, al otro lado de la calle, en el número 826 Valencia (la dirección postal que da nombre a su fundación benéfica), 75 chavales de entre 8 y 16 años reciben clases extraescolares y consejos de escritura creativa en la trastienda de un establecimiento que para sostenerse vende a los turistas 'suministros piratas'. Botellas para mandar mensajes de náufrago, barriles de pólvora y parches, además de libros, revistas y el resto de la ingente producción editorial de la casa.
Todo lo cual descansa sobre la espalda, torcida por la escoliosis de años de escribir en ordenador portátil recostado en un sofá, de Eggers, ex niño prodigio de la literatura estadounidense y, desde hace 10 años, editor de la revista McSweeney's, trimestral y desafiantemente original. Con una tirada de unos 20.000 ejemplares, es una revista literaria que combina nombres como los de Joyce Carol Oates, William T. Vollman, Zadie Smith o el propio Eggers con la prosa de cualquier debutante con algo que contar y la dirección correcta a la que enviar los textos. Cualquier parecido con una gaceta sobre narrativa al uso acaba ahí. Cada número es radicalmente distinto al anterior en McSweeney's, bautizada así en honor a un tal Timothy McSweeney, loco inofensivo que, según recuerda Eggers, 'mandaba cartas' a su madre, Adelaida, en las que se presentaba como 'un familiar perdido presto a reunirse con ella'. Ahí está el número 17, que adquirió el aspecto de la correspondencia (folletos publicitarios y facturas incluidas) de una supuesta Maria Vasquez. O aquel tercero, descatalogado, para el que David Foster Wallace escribió un relato en el lomo.
"Nos tomamos nuestros contenidos muy en serio, pero no a nosotros mismos. Tampoco el concepto de revista literaria. No compartimos que deba ser árida y encopetada en su presentación", explica Eggers con el murmullo del atormentado por la migraña mientras juega con una mancha de sus vaqueros. El caos que le rodea -papeles tirados por el suelo, botellas vacías de bebidas energéticas y paquetes de UPS sin abrir- forma un conjunto que cualquier madre definiría como 'una leonera' y, sin embargo, el pelirrojo Eggers considera 'una oficina', pese a no haber rastro de silla, mesa o perchero.
Desde aquí pilota la nave con la ayuda de una plantilla de 'siete u ocho' trabajadores y una quincena de becarios que, sin cobrar, corrigen textos y comprueban datos encorvados sobre sus portátiles blancos. Se pasan libros de Roberto Bolaño, hacen chistes rematadamente inteligentes y se ruborizan cuando se ven pillados en un renuncio intelectual. Todos saben que los tipos sentados al fondo de la redacción -Jordan Bass, editor jefe de McSweeney's, y Eli Horowitz, mano derecha de Eggers y responsable de la editorial- fueron becarios antes de darse a la gran vida de la posmodernidad literaria. Así que, con suerte, acabarán como ellos, ideando rompedores conceptos, bromeando por teléfono con los mejores ilustradores del país y decidiendo si el escritor Donald Barthelme está listo o no para una reivindicación en las páginas de alto gramaje de la revista.
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