lunes, 30 de marzo de 2009

El último farero

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Faro de Cabo de Palos

A Fernando Sarría, el amante de los faros

El mar rugía con fiereza, sacudía las olas contra las negras rocas del acantilado y la resaca las inundaba de una espuma blanca y brillante. El faro se elevaba majestuoso sobre el promontorio como un vigilante que desde antiguo llevara a los barcos a buen puerto. Matías, el farero, sentado en su mecedora se balanceaba suavemente con su humeante pipa en la boca y la mirada fija en el mar, su única compañía durante años. Heredó la profesión de sus antepasados. Su padre fue el anterior farero y él sucedió a su abuelo. De niño le contaba que desde tiempo inmemorial se habían encargado de cuidar el viejo faro, evitando que las naves perdieran su rumbo y pudieran estrellarse contra la rocalla durante una noche oscura o en medio de alguna tormenta. Le decía con orgullo que nunca había ocurrido ninguna desgracia de importancia y casi todos los barcos llegaron a buen puerto.

Sin embargo, en los ojos del viejo farero había un cierto destello de tristeza, una oculta melancolía fiel reflejo del desasosiego que últimamente anegaba su corazón. Desde que recibió la noticia no podía dejar de pensar qué iba a ser de su vida a partir de entonces; después de tantos años dedicado a una profesión tan gratificante, aunque dura. Debido a las reformas que se iban a llevar a cabo en el faro, como ya había ocurrido con otros, sus superiores le comunicaron la decisión que había tomado el Alto Mando de conectar el sistema de control a una Central Informática, por lo que en breve iban a tener que prescindir de sus servicios. Sentía un gran recelo de las nuevas tecnologías que dentro de unos meses iban a dirigir el mecanismo del faro, haciendo ya innecesario su trabajo.

Se quedó pensativo y dolido, tal vez era ésta la mayor dificultad a la que iba a enfrentase en todos estos años. Después de toda una vida dedicada con meticuloso afán a su trabajo, era desplazado por la alta tecnología. Aún no acababa de comprender cómo una máquina, por muy perfecta que fuera, podría evitar el naufragio de un pesquero o salvar de morir ahogados a los tripulantes.

Desde entonces se pasaba las noches en vela. Como estaba acostumbrado a cuidar del faro, se subía a la linterna para observar como siempre su correcto funcionamiento y vigilar con su máxima atención el mar.

Le costó mucho acostumbrarse a la idea de que aquel ya no era su trabajo y pensaba que pronto incluso tendría que abandonar aquel lugar, aunque a ese respecto, el C.I.M. (Centro Informático Marítimo), en un generoso gesto de humanidad, le dejó vivir allí hasta que quisiera.

Su vida cambió por completo. Se dedicó a observar con detalle el entorno que desde niño había sido su vida y la de los que le precedieron. Apartó por unos momentos sus ojos del mar y los posó sobre los acantilados, descubriendo lugares que hasta ahora le habían pasado inadvertidos.

Una noche oyó un ruido atronador en la maquinaria del faro. Subió aprisa las escaleras para desentrañar la causa de aquel estruendo. El faro parecía haberse vuelto loco girando a una velocidad vertiginosa. Rápidamente llamó al C.I.M. y desde allí trataron de calmarlo:

- No se preocupe, Matías, ya nos hemos dado cuenta. Ha habido un fallo en el “software”, ocurre con frecuencia. Hasta que no se acople totalmente el programa pueden suceder algunos imprevistos. Tranquilo que enseguida estará arreglado.

Colgó malhumorado el teléfono, pero efectivamente al poco rato el faro volvió a funcionar con normalidad, aunque él no se quedó satisfecho del todo y cada noche volvía a subir a la torreta por si volvía a estropearse. Una de esas noches, en sus inspecciones de rutina, observó que el faro se había quedado parado y para colmo el haz de luz ni siquiera enfocaba al mar. Murmurando entre dientes volvió otra vez a llamar y de nuevo trataron de calmarlo:

- No se preocupe, Matías...

- ¡Si ya sé, que se ha vuelto a estropear el "sogüer" ese! ¡Pues a ver si tienen más cuidado que uno no gana para sustos! Colgó de nuevo maldiciendo el día que a alguien se le ocurrió la absurda idea de manejar el faro por ordenador: "Parece mentira, pero en todos estos años nunca había tenido una avería grave y ahora ya llevamos dos en una semana".

Siguió todas las noches con su vigilancia. Si antes no se fiaba nada de la informática, ahora mucho menos después de enterarse que no era tan infalible como le habían hecho creer. Cada noche se ponía a leer allí arriba como hiciera desde siempre, con su pipa de caoba en los labios y al final se quedaba dormido junto a su viejo y amado compañero.

Después de varias semanas sin ocurrir nada alarmante, decidió ir olvidando poco a poco el faro y dedicarse a explorar el paisaje que le rodeaba. Se sentía como si respirara aire puro por primera vez; inundado por una serena placidez que le entraba por todos sus poros. El mar aparecía ante sus ojos más hermoso que nunca, con sus múltiples tonos entre tornasolados, verdes, azules y dorados. Cerraba los párpados dejando que la brisa acariciara su rostro dulcemente, con la suavidad de unas manos femeninas. Solamente el temor a una nueva avería soliviantaba su ánimo de vez en cuando obligándole a salir de su estado de éxtasis. Descubrió acantilados, playas, grutas, calas y ensenadas que nunca hubiera sospechado existieran en aquellas latitudes. Incluso llegó buceando hasta una cueva bajo el agua donde se refugiaba para estar tranquilo y pensar, pues allí no se oía romper el mar contra las olas y gozaba de una gran paz.

Al atardecer, le gustaba pasear junto al acantilado y contemplar el cielo disfrutando de la gama de colores que el sol al ocultarse dibujaba entre las nubes y el horizonte. Cada día era diferente del anterior y gozaba como un niño mientras no dejaba de fumar su vieja pipa. En uno de esos paseos hizo un hallazgo singular. De pie y descalza sobre una roca, una muchacha vestida de blanco oteaba el horizonte sin apartar sus ojos de las oscuras aguas, con la mirada fija en un punto como si aguardara a alguien, o quizá algo inesperado estuviera a punto de suceder. Era una joven de pelo rubio y largo que suelto se mecía a merced del viento. En vano intentó hacerle señas o llamar su atención; ella parecía no oírle. Rápidamente se dirigió hacia las rocas pero en su agitación tropezó en una de ellas y al levantar la vista descubrió que la mujer había desaparecido, no había rastro de ella en los alrededores. Incluso se acercó hasta la roca donde creyó haberla visto; pero allí tampoco encontró nada que le hiciera pensar que su visión había sido real. Pronto abandonó la idea pensando que fue engañado por algún espejismo de los muchos que según cuentan suelen ocurrir por aquellos parajes. Volvió al faro apesadumbrado, perplejo y esa noche apenas pudo dormir. A la mañana siguiente continuó con su habitual recorrido. Llevaba andados varios metros, cuando sintió el impulso de volverse para mirar el faro, quedándose estupefacto de lo que vio; una luz intensa y brillante salía de la linterna.

A quién se le ocurre encender el faro de día –pensó-. ¡Estos ordenadores...! –Dijo meneando la cabeza-.

Volvió sobre sus pasos y conforme se iba acercando pudo asistir con perplejidad a la transformación de aquella luz en una figura humana. Se trataba de la extraña joven que viera el día anterior en las rocas; pero esta vez lo miraba a él con fijeza y emocionada ternura. Subió hasta la linterna, y allí no había nadie. Lo que le impresionó sobremanera fue el extraordinario espectáculo que se atisbaba desde allí: la inmensidad del mar y a sus pies el imponente acantilado contra el que rompían las olas y que antes, absorto en su trabajo, le pasara inadvertido. Aquella noche soñó con una sirena que nadaba junto al acantilado y a la que él perseguía sin llegar nunca a alcanzarla. Se despertó empapado en sudor y al incorporarse cuál no sería su sorpresa al encontrar, dormida sobre la alfombra a los pies de su cama, a la dulce muchacha de cabellos dorados.

Pocos días después, en una revisión rutinaria, unos inspectores del C.I.M. encontraron al viejo farero tumbado en su lecho, con los ojos cerrados y una incipiente sonrisa en los labios.

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6 comentarios:

Ricardo Fernández Moyano dijo...

Hola amigos si alguno sabéis decirme porqué se corta el título os agradecería me dijérais cómo arregarlo.

Gracias.

Fernando dijo...

gracias por la dedicatoria...un placer...un abrazo.

Marian Raméntol dijo...

Gracias por tu visita, Ricardo, y veo con agrado que ambos somos seguidores de este grandísimo artista que es Fernando Sarría.

Un abrazo
Marian

MarianGardi dijo...

Ricardo, bello relato dedicado a Fernando.
No se decirte como poder slicionar lo del titulo.
¿No podrias volver a la plantilla anterior? ¿no hiciste una copia de ella?
También puedes poner otra plantilla, escribir al servidor para que ellos te asesoren.
Un abrazo

Lila Manrique dijo...

Hermoso escrito, muy bien llevado.
Un gusto estar presente.

MiLaGroS dijo...

Está muy bien Ricardo pero yo te prefiero como poeta. Creo que lo tuyo es la poesía. Un abrazo.