EL PAÍS, 21 de agosto de 2010
Aparente levedad
JOSÉ LUIS BORAU
Los grandes maestros, tanto en literatura como en pintura o en cualquier otro campo artístico, también hacen su daño, no vayan ustedes a creer. En cierto sentido, un daño mayor incluso que el que puedan infligirnos los malos autores. No se lo hacen a sus parroquianos ni a los seguidores con talento, claro está, pero sí a la morralla de los que pretenden imitarles a pies juntillas, sin retranca suficiente para razonar por su cuenta o, simplemente, pasarlo todo a través del imprescindible tamiz de la sinceridad.
Se cumplen ahora ciento cincuenta años de la muerte de Chéjov, quien renovó, como todos sabemos, el arte del relato, y volveremos a leer una y mil veces, ya lo verán, que éste ha de ser por fuerza corto, intangible, acuarelado y, en particular, desprendido de cualquier tentación argumental.
El argumento supone, junto al costumbrismo, algo así como la bicha negra para los partidarios a ultranza del ruso -no para el autor de La cerilla sueca o La dama del perrito, que conste-: un peligro situado al borde de lo aceptable, con grave riesgo de caer en la pura grosería creativa.
Olvidan los tales que, desde que el mundo es mundo, los cuentos han implicado una sucesión de incidentes más o menos maravillosos, ejemplares, dramáticos, divertidos o aterradores. Si alguien abría la boca era, en principio, para dejarnos atónitos con su relato. El hecho de que a finales del XIX un médico tuberculoso irrumpiera en la escena literaria con historias que, con frecuencia, contradecían tales prácticas no ha de llevarnos necesariamente a la conclusión de que hoy en día no quepa volver a contar peripecias inesperadas o aventuras del otro jueves.
Hace muy poco, un libro repasaba los relatos incluidos en las novelas más célebres de nuestro Siglo de Oro, con Cervantes a la cabeza. ¿Debemos considerar que El curioso impertinente es un trabajo superado, obsoleto o, siguiendo la jerga establecida, "autoralmente" incorrecto?
Es cierto que los hermanos listos de Chéjov -Mansfield, Woolf, Cheever, Carver, y hasta, en cierta medida, el propio Joyce o Salinger- se apoyaron en las recetas del célebre galeno para volar luego por su cuenta y riesgo. Pero, con ser mucho el peso de tanto nombre ilustre, no basta para seguir a ciegas las prácticas del maestro. En particular si pensamos que, bien mirado, su aparente levedad no se apoya principalmente, según proponía él, en un proceso incansable de lima y depuración -menos es más, etcétera-, sino también, y sobre todo, en centrar el relato en la situación en que se encuentran los personajes más que en las consecuencias a que ésta pueda dar lugar con su desarrollo.
Frente a cuanto podamos pensar, las circunstancias suelen resultar bastante más amplias, espesas y aun barrocas. La situación engloba un puñado de salidas de las cuales el autor sólo utilizará dos o tres a todo tirar. Mantener abierta la puerta para que el lector escoja, o aventure a su antojo en qué han de acabar la nostalgia, el miedo, los recuerdos turbadores o el estado anímico de un hombre o de una mujer, no presuponen un proceso de destilación sino todo lo contrario: el despliegue de un rico muestrario donde el lector sea libre de elegir a pleno gusto. Conozcamos los anhelos secretos o inciertos de alguien, y lo demás se nos dará por añadidura.
Con todos los respetos para el genio al que con entera justicia homenajeamos ahora, su postura literaria no era tan leve ni sencilla. De lo contrario, Stendhal y su epígono Baroja, campeones de la acción por la acción, quedarían ante nuestros ojos como escritores atropellados. Y no estamos por la labor.
Por otra parte, tampoco hay que darle más vueltas al asunto. El propio Chéjov confesaría a su colega Scheglow: "En los cuentos cortos es mejor decir menos que contar mucho porque... porque... ¡no sé por qué!" (en carta fechada en Moscú el 22 de enero de 1888).
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