La noche era cerrada. Llevaba un buen rato caminando a campo abierto cuando divisó a lo lejos, en contraste con el negro cielo, la sombra aún más negra de la tapia del cementerio. El viento huracanado casi no le dejaba avanzar, lo que en esa tenebrosa noche hubiera hecho retroceder a cualquiera para que olvidara su disparatada misión. Sin embargo, para Juan lo más importante era valer su hombría. Como estaba ebrio hasta las cejas, aquello le envalentonó y se dirigió con paso firme hacia la puerta con la sola idea de llevar a cabo la apuesta realizada a sus amigos de partida.
―¡Las veinte en bastos!
―¡Las cuarenta!
―¡No habéis tenido potra ni nada, así gana cualquiera!
Como cada fin de semana jugaban y bebían sin parar hasta altas horas de la madrugada, un día el más perspicaz de todos tuvo una espeluznante idea:
―¿Cuál de vosotros sería capaz de ir solo al cementerio en la noche de las ánimas?
Se miraron entre sí con ojos de espanto, aún no contaban con suficiente alcohol en el cuerpo como para acometer semejante locura, pero Juan, el más bravucón, se puso en pie y vociferó:
―¿Y qué saldría ganando?
―Pues aparte de demostrarnos tu valor, veinte mil pesetas del ala.
―Entonces yo soy vuestro hombre; pero si voy solo ¿cómo podré demostrarlo?
―Debes incrustar un clavo grande en la puerta y así sabremos que has estado allí.
Ahora, sin más compañía que su soledad, sin tener que demostrar su temeridad ante nadie, entre el silencio, el frío y la negrura, al verse frente al portón sintió miedo, pero ya no podía volverse atrás. No tenía más remedio que cumplir y regresar al pueblo cuanto antes para referir a sus amigos el fin de su empresa. Sacó de una bolsa un enorme clavo y un martillo y golpeó sobre él una y otra vez casi a tientas. Los golpes resonaron en la noche como un trueno, como si vinieran del más allá, como si no fueran de este mundo. Temblando volvió a guardar el martillo en su bolsa y al darse la vuelta para emprender la marcha notó que alguien lo agarraba con fuerza por la capa. Trató de deshacerse como pudo de aquellas manos invisibles que lo atenazaban y al ver que no se podía soltar, preso del pánico, deshizo la lazada, soltó la capa y echó a correr como alma que lleva el diablo.
Con la cara desencajada llegó ante sus amigos y les contó entre jadeos lo sucedido; pero ninguno dio crédito a semejante historia.
―Lo que pasa es que estás muerto de miedo. Seguro que te has vuelto a mitad de camino y nos quieres colar una patraña.
―¡Nada de eso! y ya puedes darme mis veinte mil pelas, ―dijo con voz entrecortada― creo que me las he ganado.
―¡No señor!, la única forma de comprobar lo que cuentas es viendo si el clavo está en su sitio, hasta entonces no verás un duro.
A la mañana siguiente se dirigieron todos al cementerio y cuál no sería la sorpresa que todos explotaron a una en una larga y estridente carcajada. Todos menos el pobre Juan, que avergonzado no sabía dónde esconderse.
Clavada en la puerta, ondeando al viento, se encontraba su capa; la misma que esa noche creyó abandonar en manos de algún fantasma.
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1 comentario:
Jaja, muy bueno y muy bien contado.
En mi pueblo cuentan una historia parecida, pero a este se le quedó la ropa enganchada en unas zarzas, y allí se quedó el pobre, petrificado, hasta el amanecer.
Me encantan estas historias.
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