
DIARIO DE MALLORCA, febrero de 2010
El mito vacío
JOSÉ CARLOS LLOP
Si no vamos con cuidado, los años nos convierten en bichos raros. Si vamos con cuidado, me temo que también. La apoteósica devoción ante la muerte del escritor norteamericano J.D. Salinger –parecida a la fascinación que despertaba en vida su voluntario apartheid– me ha dejado estupefacto. ¿Había para tanto? Quiero decir: ¿es esa apoteosis proporcional al papel del escritor –de cualquier buen escritor– en la sociedad? ¿Su escasa literatura merece tanta mitomanía? O dicho de otro modo: la necesidad del mito –pues ese es el tratamiento que lleva dándosele al silencio de Salinger desde hace años–, ¿surge de la calidad de su obra? ¿O lo hace de una sociedad que, de espaldas a los dioses metafísicos, crea nuevos ídolos de uso efímero y tanto le da buscarlos en el pop como en la televisión o la literatura?
Que nadie crea que me estoy poniendo estupendo: no es mi intención. Tampoco la de ser injusto y menos aún con un escritor como Salinger. Yo también recuerdo la lectura de El guardián en el centeno. Quiero decir que me recuerdo a mí leyendo El guardián en el centeno, en una vieja edición de Alianza Editorial. Pero no recuerdo nada de la novela. No dejó ninguna huella en mí. No recuerdo las andanzas de Holden Caufield, ni ninguno de sus sentimientos. En cambio sí recuerdo que a medida que lo iba leyendo, iba sintiendo que ese tipo y yo no teníamos nada que ver. Y que tenía ante mí un libro sobre el que mi mente patinaba: la pista era de buena factura, pero no más. Esto es importante porque a ciertas edades –estoy hablando de una juventud temprana– el efecto de identificación resulta esencial. La literatura nos descubre y nos construye. Lo hace su verdad y su misterio si sabemos encontrarlos, o si ellos saben encontrarnos a nosotros.
Me ocurrió con El guardián en el centeno todo lo contrario a lo que me había ocurrido con A este lado del paraíso, de Francis Scott Fitzgerald. Esa novela fue mi casa, El guardián..., una mera estación de paso, sin huella aparente. Años después leí los Nueve Cuentos de Salinger y me gustaron mucho. Recuerdo Un día perfecto para el pez plátano, El hombre que ríe y El período azul de Daumier-Smith. En fin, lo que daría cualquier escritor por escribir unos cuentos así. Pero, sin movernos de la literatura norteamericana –que es una extraordinaria literatura– ¿son mejores esos cuentos que los de Hemingway, Cheever o Salter, por ejemplo? ¿Es mejor novelista Salinger que Bellow? En ambos casos yo diría que no, que en absoluto. Que son mejores los cuentos de Ernest Hemingway, John Cheever o James Salter, que los de Salinger. O que Saul Bellow es un acorazado ahí donde J.D. Salinger es una fragata. Pero como los tiempos son malos para estas afirmaciones, habrá que camuflarlo escribiendo que a mí me gustan más. La tontería del relativismo.
Está bien que Salinger –como Thomas Pynchon– se escondiera y no quisiera, o no fuera capaz –eso nunca se sabe–, de relacionarse con el mundo en general. De pequeños aprendimos en el catecismo –hablo de cuando se estudiaba el catecismo– que los enemigos del alma eran el mundo, el demonio y la carne. Lo de la carne –bien llevada– no llegué a compartirlo del todo. Lo del demonio –el mal– estaba claro desde el principio y sigue estándolo. Pero respecto al mundo, en la infancia, no sabíamos a qué se estaban refiriendo exactamente. De mayores ya sí. De mayores entendemos perfectamente que el mundo sea el principal enemigo del alma (y la buena literatura también sale del alma, llámenla como quieran). Como entendemos que el mundo ocupe el lugar principal –el primero– de la enemistad espiritual o anímica. Basta ver como va lo público. Pero ha sido precisamente el mundo –lo público– quien ha entronizado y mitificado el escondite de Salinger. Quien ha creado, publicitándolo, el misterio Salinger en una decisión –apartarse– a la que el escritor no sólo tenía todo el derecho, sino ante la que merecía todo el respeto también. Ha sido el mundo quien se ha vengado, en el fondo, de que Salinger lo abandonara. No que no escribiera, eh, que eso le importaba un bledo. Sino que su silencio narrativo fuera una forma de abandono. El mundo se lo había ofrecido todo a Salinger. Que él lo despreciara era imperdonable. De ahí, sospecho, el motivo de tanto ruido salingeriano. Durante su largo silencio y en la hora de su muerte.