lunes, 10 de noviembre de 2008

El pez dorado

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El pez dorado (fragmento)


Jean Marie Gustave Le Clezio, Premio Nobel de Literatura 2008.


Cuando tenía seis o siete años, me raptaron. En realidad no me acuerdo muy bien de cómo fue, porque era demasiado pequeña y todo lo que he vivido después ha borrado ese recuerdo. Es más bien como un sueño, como una pesadilla lejana, terrible, que se me repite algunas noches y me deja alterada durante todo el día. Hay una calle blanca por el resplandor del sol, polvorienta y vacía, el cielo azul, el grito desgarrador de un pájaro negro y, de pronto, unas manos de hombre me arrojan al fondo de un gran saco y me ahogo. Lalla Asma fue quien me compró. Por eso no sé cuál es mi verdadero nombre, el que mi madre me puso al nacer, tampoco el de mi padre ni el del lugar donde nací. Lo único que sé es lo que me contó Lalla Asma: que llegué a su casa una noche y que por eso me llamó Laila, la Noche. Soy del sur, de muy lejos, tal vez de un pueblo que ya no exista. Antes de eso no recuerdo nada, sólo esa calle polvorienta, el pájaro negro y el saco. Después me quedé sorda de un oído. Fue mientras jugaba en la calle, delante de casa: una camioneta me dio un golpe y me rompió un hueso del oído izquierdo. Me daba miedo la oscuridad, la noche. Recuerdo que algunas veces me despertaba y sentía que el miedo se deslizaba dentro de mí como una serpiente fría. Ni siquiera me atrevía a respirar. Entonces me metía en la cama de mi señora y me acurrucaba contra su espalda, para no ver ni oír nada. Estoy segura de que Lalla Asma se despertaba, pero no me echó de su lado ni una sola vez; por eso para mí era como si fuera mi abuela. Durante mucho tiempo me dio miedo la calle. No me atrevía a salir del patio. Ni siquiera quería cruzar la gran puerta azul que daba a la calle, y, si trataban de sacarme afuera, gritaba y lloraba agarrándome a las paredes o corríaa esconderme debajo de un mueble. Tenía unas migrañas terribles: la luz del cielo me desollaba los ojos y se me metía hasta dentro. Incluso los ruidos de fuera me daban miedo. Me echabaa temblar cada vez que, en el barrio judío, el Mellah, oía un rumor de pasos en la callejuela, o una voz fuerte de hombre al otro lado de la pared. Pero me gustaban mucho los gritos de los pájaros al amanecer y los chirridos de los vencejos en primavera volando al ras de los tejados. En esta zona de la ciudad no hay cuervos, sólo palomos y palomas. Y a veces, en primavera, algunas cigüeñas de paso que seposan encima de una tapia y hacen tabletear su pico. Durante años no conocí otra cosa que el pequeño patiode la casa y la voz de Lalla Asma gritando mi nombre: «¡Laila!». Como he dicho antes, no sé cuál es mi verdaderonombre, pero me he acostumbrado al que mepuso mi señora, como si fuera el que mi madre eligió paramí. Pero también pienso que algún día alguien me llamará por mi verdadero nombre y que entonces me estremeceré y lo reconoceré. Lalla Asma tampoco era el verdadero nombre de mi señora. Se llamaba Azzema y era judía española. Cuando estalló la guerra entre los judíos y los árabes, en el otro extremo del mundo, fue la única que no abandonó el Mellah. Se encerró detrás de la gran puerta azul y renunció a salir hasta que una noche llegué yo y todo cambió en su vida.Yo la llamaba unas veces «señora» y otras «abuela», porque ella fue quien me enseñó a leer y a escribir en francés y en español, me inició en el cálculo y la geometría y me transmitió las bases de la religión —de la suya, en la que Dios no tiene nombre, y de la mía, en la que se llama Alá—. Me leía pasajes de sus libros sagrados y me enseñaba todo lo que no había que hacer, como soplar sobre lo que uno va a comer, poner el pan al revés olimpiarse las partes íntimas con la mano derecha. Me decía que había que decir siempre la verdad y lavarse todos los días de pies a cabeza. A cambio, yo trabajaba para ella de la mañana a la noche en el patio, barriendo, cortando leña para el brasero o haciendo la colada. Me gustaba mucho subir a la azotea a tender la ropa: desde allí veía la calle, las azoteas de las casas vecinas, la gente que pasaba, los coches, e incluso, entre pared y pared, un trozo del gran río azul. Desde allí arriba los ruidos me resultaban menos terribles. Me parecía estar fuera del alcance de todos. Cuando me quedaba demasiado tiempo en la azotea, Lalla Asma gritaba mi nombre desde la gran habitación llena de almohadones de cuero en la que permanecía todo el día. Me daba un libro para que leyera o bien me hacía dictados y me preguntaba cosas de las lecciones anteriores. Como recompensa, me dejaba quedarme con ella en la sala y me ponía los discos de sus cantantes preferidos: Um Kalsum, Said Darwich, Hbiba Misika, y sobretodo Fayruz, con su voz grave y ronca, y la hermosa Fayruz Al Halabiyya, que canta Ya Kudsu, y, cada vez que oía el nombre de Jerusalén, Lalla Asma se echaba a llorar. Una vez al día, la gran puerta azul se abría y entraba una mujer morena y flaca que se llamaba Zohra y no tenía hijos. Era la nuera de Lalla Asma, que venía a cocinar un poco para su suegra y sobre todo a inspeccionar la casa. Lalla Asma decía que la inspeccionaba como si fuera un bien que heredaría algún día. El hijo de Lalla Asma, Abel, venía con mucha menos frecuencia. Era un hombre alto y fuerte y siempre iba vestido con un elegante traje gris. Era rico, dirigía una empresa de obras públicas, trabajaba incluso en el extranjero, en España y en Francia. Pero, por lo que contaba Lalla Asma, su mujer le obligaba a vivir con sus suegros, una gente insoportable y vanidosa que prefería la ciudad nueva, en la otra orilla del río. Siempre desconfié de él. Cuando era pequeña, me escondía detrás de las cortinas en cuanto lo veía llegar. Él se reía y decía: —¡Qué salvaje! Cuando me hice mayor, todavía me daba más miedo. Tenía una forma muy especial de mirarme, como si fuera un objeto que le perteneciera. Zohra también me daba miedo, pero de otra manera. Un día, al ver que no había barrido el polvo del patio, me pellizcó hasta hacerme sangre. —¡Pordiosera, huérfana, ni siquiera sirves para barrer! —¡No soy ninguna huérfana —grité—, Lalla Asma es miabuela! Se burló de mí, pero no se atrevió a perseguirme. Lalla Asma siempre se ponía de mi parte. Pero estaba vieja y cansada. Tenía las piernas enormes y llenas de varices. Cuando estaba fatigada o se quejaba y yo le preguntaba: «¿Está usted enferma, abuela?», me hacía mantenerme muy recta delante de ella y, mientras me miraba, repetía un proverbio árabe que le gustaba mucho y que pronunciaba de una forma un poco solemne, como si tratara de traducirlo lo mejor posible al francés: —La salud es una corona que llevan en la cabeza las personas sanas y que sólo ven los enfermos. Ahora ya casi no me obligaba a leer ni a estudiar, ya no se le ocurrían ideas para los dictados. Se pasaba casi todo el día en la sala vacía viendo la televisión, o bien me pedía que le trajera su cofre de joyas y sus cubiertos de plata. Una vez me enseñó un par de pendientes de oro y me dijo: —Mira, Laila, estos pendientes serán para ti cuando yo me muera. Y me los puso en los agujeros de las orejas. Eran unos pendientes viejos y desgastados en forma de media luna. Y cuando Lalla Asma me dijo que se llamaban Hilal, me pareció oír mi nombre, me imaginé que eran los pendientes que yo llevaba cuando había llegado al Mellah. —Te sientan muy bien. Te pareces a Balkis, la reina de Saba. Puse los pendientes en su mano y, tras cerrársela, se la besé. —Gracias, abuela. Es usted muy buena conmigo. —Vamos, vamos —me dijo con aspereza—, que todavía no me he muerto. Yo no conocí al marido de Lalla Asma, sólo sabía de él por una foto que ella conservaba encima de una cómoda de la sala, junto a un despertador parado. Tenía un aspecto muy severo e iba vestido de negro. Era abogado y poseía mucho dinero, pero era muy infiel y, cuando se murió, lo único que le dejó a su mujer fue la casa del Mellah y un poco de dinero en el notario. Cuando llegué a la casa, él todavía vivía, pero no le recuerdo, porque era demasiado pequeña. Yo tenía motivos para desconfiar de Abel. Un día, cuando yo contaba once o doce años, Zohra, cosa rara, llevó a su suegra a que la viera un médico o a hacer unas compras, no recuerdo bien. Abel entró en la casa sin que yo me diera cuenta; debió de buscarme primero dentro; al final me encontró en el cuartito del fondo del patio, donde estaban las letrinas y el lavadero. Era tan alto y tan fuerte que ocupaba toda la puerta y no pude escaparme. En cualquier caso estaba tan aterrorizada que era incapaz de moverme. Se me acercó y empezó a hacer unos gestos nerviosos, brutales. Tal vez me hablara, pero yo había vuelto la cabeza del lado del oído izquierdo para no oírle. Era alto y ancho de hombros, y su frente desnuda brillaba a la luz. Se arrodilló delante de mí y empezó a palparme la ropa y a tocarme los muslos y el sexo con sus manos endurecidas por el cemento. Eran como dos animales fríos y secos que se hubieran escondido debajo de mi ropa. Tenía tanto miedo, que oía el corazón latirme en la garganta. De pronto volví a revivirlo todo: la calle blanca, el saco, los golpes en la cabeza. Y luego unas manos que me tocaban, que se apoyaban en mi vientre, que me hacían daño. No sé cómo lo hice, creo que me oriné de miedo, como una perra, entonces me quitó las manos de encima y se apartó de mí, y yo conseguí deslizarme igual que un animal por detrás de él, atravesé el patio gritando y me encerré en el cuarto de baño, porque era el único sitio que se cerraba con llave. Esperé con el corazón latiéndome desbocado y el oído bueno pegado a la puerta.

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2 comentarios:

Juan Manuel Rodríguez de Sousa dijo...

Hola,

Me presento, porque ya no me acuerdo si me he presentado o no.

Yo soy Juanma, un compañero del desván de la memoria, te sigo desde hace mucho tiempo desde mi blog dónde tengo puesto un enlace al tuyo.

Ultimamente veo que estás incorporando cosas que manda Ramón, al menos tú les das aire para que lo vea más gente aún. ¡Bien hecho!

En fin, vi el reportaje que te hicieron por la parte noble de Madrid? Seguro que estuviste encantado de hablar de tu poesía,

En fin, un saludo
Juanma

Mi blog es SINOPSIS DEL ARTE,

PD: me encantó este fragmento de "EL PEZ DORADO",

Ricardo Fernández Moyano dijo...

Gracias Juan Manuel, la verdad es que si me hizo mucha ilusión que se tomaran interés por mis escritos y me hicieran la entrevista. En realidad me planteé abrir un blog para dar protagonismo a las noticias que nos manda Ramón, aunque también suelo poner algún poema mío de vez en cuando. No recuerdo que hayas entrado con anterioridad pero gracias por hacerlo y por unirme a tu blog, desde hoy también yo te uno al mío. Nada me dices donde vives pero espero algún día conocerte en persona.

Un saludo.

Ricardo